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Al mirar a una obra de arte, nos enfrentamos no sólo a los valores compositivos de formas, colores o materialidad, sino que también a un proceso de reconocimiento estético que va más allá de lo observable. La obra se nos presenta por primera vez como una experiencia única que embarga a los sentidos, son estas sensaciones las que nos quedan marcadas. Después de la primera experiencia la obra nos da la oportunidad de conocerla y aprehenderla, desde otro punto de vista: el conocimiento, utilizando nuevos caminos para su comprensión, que va más allá de la experiencia sensorial. Al introducirnos en el mundo de la obra, nos adentramos a un nuevo mundo, a una nueva experiencia con la obra. Esta se presenta como si fuera una nueva obra, diferente a la que percibimos la primera vez.
La búsqueda por entender y comprender una obra de arte reacciona desde el primer momento en que nos encontramos frente a ella, es común intentar buscar elementos que nos sean familiares, formas, figuras, colores que nos remitan a recuerdos previos de objetos similares. Eco[1], menciona que las obras entregan estímulos estéticos, éstos incitan al espectador a captar el denotatum global, “los signos aparecen vinculados por una necesidad que se remite a costumbres arraigadas en la sensibilidad del receptor (…) le es, por lo tanto, imposible aislar las referencias”[2], esto produce que el primer encuentro sensorial con la obra deje incompleta tarea de comprender el todo de la obra de arte.
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