escribe una historia o narración donde se pongan de manifiesto la resolución de un problema o conflicto entre dos o más personas
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EL CASERO (retratos del lado oscuro)
I. INTROITO
Soy licenciado en Historia, soy diplomado en Magisterio, he trabajado en la enseñanza pública y en la privada, he hecho cursillos, he hecho novillos y hasta he hecho ganchillo, y he hecho mil cosde,...
uejemplares. O al menos eso era lo que pensaban mis mayores, pues estaban muy adelantados para aquella época y ya pedían estrictas referencias a los aspirantes a inquilinos (como vemos en las películas, cuando buscan a una institutriz inglesa). Los que superaban el casting -perdón, la entrevista- tenían acceso a uno de aquellos pisos, porque la vivienda -y todo lo demás- se había puesto muy difícil en aquella época. Y como entonces España no iba tan bien como ahora (aunque los gestores de la cosa pública llevaran los mismos apellidos), se fijaron unos alquileres asequibles, es decir, irrisorios. Pero como el contrato no preveía posteriores subidas, la risa fue para los inquilinos, que se encontraron durante años con viviendas supremas a precios ínfimos.
Esta situación ha seguido su curso hasta ahora y somos las nuevas generaciones de la familia las que colaboramos en las ingratas tareas de recaudación. Por su parte, los inquilinos también han cedido su paso a nuevas generaciones, pero a diferencia de las nuestras, aquellas evidencian un notable declive de la raza y no hubieran pasado bajo ningún concepto el estricto casting de antaño. De todas formas, también hay que reconocer que algunos de los inquilinos primigenios no han resultado ser tan buenas personas como parecían, bien porque se han ido degenerando con la edad y por el trato con sus hijos, bien porque nuestros mayores no disponían de una máquina de la verdad y se creyeron más mentiras que en una campaña electoral. Y para complicar el asunto, los viejos inquilinos nunca mueren (¡ojalá hubieran sido rockeros, que siempre la palman pronto!) y no podemos reemplazarlos por otros nuevos que firmen un contrato de alquiler adaptado a los tiempos y dineros que corren.
Y por cuatro duros (bueno, el pico son diecinueve pesetas y nunca nos perdonan la diminuta peseta, aunque se tengan que poner la gafas de ver) tenemos que seguir porfiando con esta gente para que nos pague el alquiler de estos bienes inmuebles que poseemos (porque si fueran móviles -como todo lo de ahora- a buen seguro que habríamos llevado el edificio al borde de un acantilado para abandonarlo allí o dejarlo caer cuan largo era, como en las películas de suspense, donde todo pende de un delgado hilo fatuo y al final se despeña sin remisión).
Habrá pensado el lector que exagero, que no estoy en mis cabales, que soy un sádico que hace sufrir a los demás y luego se complace en rememorar sus hazañas, o que soy un masoquista que disfruta sufriendo para recolectar una ínfima cantidad de dinero o, en fin, que estos peculiares inquilinos me han ablandado los sesos como los requesones se lo hicieron a Don Quijote. Pues puede que sí, pero lo cierto es que cada visita a aquel edificio causa en mí una honda impresión. Y de nuevo puede pensar el lector que exagero, pues esta tarea recaudatoria sólo tiene lugar una vez cada dos meses. A pesar de ello, el impacto es tal (y eso que aún no me han tirado ningún objeto contundente) que me deja varias semanas en un estado catatónico y psicótico, y cuando empiezo a sentirme aliviado de estos horribles síntomas ya han pasado los dos meses y tengo que volver, sintiéndome como un humilde peón en manos del mito del eterno retorno. Lo único que consigue mitigar la inminente llegada de la fecha aciaga es que mi familia es numerosa y nos turnamos en esta tarea recaudatoria para no quebrantar en exceso la salud mental de padres y hermanos. Aún así, ocurre con frecuencia que muchos de mis hermanos se escaquean con excusas dudosas y me toca a mí bailar con los más feos.
Así pues, recordemos que este repetitivo rito iniciático (bueno, son tantas veces que ya somos unos maestros... o maestres ) de descenso en el Averno (para situarme, siempre releo el final de la Divina Commedia antes de ir allí, por si falla el ascensor) que tan insalubres secuelas me produce, tiene lugar un día (sin duda, el día más largo) en el que dos miembros de la familia (como hemos dicho, yo soy casi siempre titular en las alineaciones), como si fuéramos una pareja de la guardia civil (incluso este cuerpo podría salir descabezado y mutilado de allí, para que el lector se haga una idea de lo que vamos a encontrar), nos dirigimos al vetusto edificio, que a nuestra vista (y no digamos a la de Don Quijote) se transforma en el más siniestro castillo que pueda uno imaginar.