Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis primeros días de
escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó cuando capté por primera vez que las
estrellas eran soles poderosos, cuando constaté lo increíblemente lejos que debían de estar
para aparecer como simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces
supiera siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería
sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del universo, me
fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan realmente las cosas, de ayudar a
descubrir misterios profundos, de explorar nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He
tenido la suerte de haber podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el
romanticismo de la ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace
más de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de 1939.
Popularizar la ciencia —intentar hacer accesibles sus métodos y descubrimientos a los no
científicos— es algo que viene a continuación, de manera natural e inmediata. No explicar la
ciencia me parece perverso. Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es
una declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la ciencia.
Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una manera de
pensar. Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será
una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se
habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos
pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos
importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar
con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y
consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces
de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi
sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad.
Una vela en la oscuridad es el título de un libro valiente, con importante base bíblica, de
Thomas Ady, publicado en Londres en 1656, que ataca la caza de brujas que se realizaba
entonces como una patraña «para engañar a la gente». Cualquier enfermedad o tormenta,
cualquier cosa fuera de lo ordinario, se atribuía popularmente a la brujería. Las brujas deben
existir: Ady citaba el argumento de los «traficantes de brujas»: «¿cómo si no existirían, o
llegarían a ocurrir esas cosas?» Durante gran parte de nuestra historia teníamos tanto miedo
del mundo exterior, con sus peligros impredecibles, que nos abrazábamos con alegría a
cualquier cosa que prometiera mitigar o explicar el terror. La ciencia es un intento, en gran
medida logrado, de entender el mundo, de conseguir un control de las cosas, de alcanzar el
dominio de nosotros mismos, de dirigirnos hacia un camino seguro. La microbiología y la
meteorología explican ahora lo que hace sólo unos siglos se consideraba causa suficiente para
quemar a una mujer en la hoguera.
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no me odies por favor
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