organizar cronológicamente lo hechos que ocurrieron en la cronica
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fue llegando la hora del revoleo de las pilchas y el asombro del mundo ante esa manera de vivir el futbol en las tribunas. Hacía un rato largo que Lionel Messi había empezado a jugar.
Cuatro veces tomó la pelota y preparó la engañifa. En cada una de esas incursiones se convirtió en un pasador de pelotas hacia los costados. Fuese Agüero o Di María, la acción servía para adormilar una defensa que se habituó a la descarga final y se olvidó de lo que sus jugadores habrán visto una y mil veces por televisión antes de este partido. Saben que cuando Leo arranca, la cuestión suele terminar con su propio remate. Y eso no era lo que sucedía en este partido.
Hasta que Messi hizo lo que el mundo estaba esperando. Empezó en el medio casi del terreno, buscó la pared con el Pipa, que hizo una devolución estupenda, perfecta en la precisión del pique. Y entonces el mesías hizo aquello tan esperado de los dos enganches y el remate asegurado hacia el palo derecho del arquero. Palo y gol.
Golazo.
Desaforado fue el grito de Lionel, que le salió del alma y de un estadio aún insatisfecho hasta el mensaje de Messi. La noche entonces se convirtió en una fiesta argentina de cantos muy prometedores de vuelta olímpica y campeonato, en una promesa de más fútbol de Lionelque habiendo exorcizado cierta malaria de los mundiales, sentía que el aire húmedo de Río de Janeiro le llenaba los pulmones, que el examen tan esperado ofrecía un saldo más que satisfactorio.
Que no había defraudado ni a la afición propia ni a la del resto del mundo, ávida de un poco de arte para un juego que repite demasiado su ceremonia del toque lateral, del retorno incesante al propio campo. Así que ya salvada la noche, la Argentina, de labor más bien discreta, comenzó a hilvanar acciones que le iban mejorando la nota y en eso estaban cuando los bosnios descontaron.
El gol de Ibisevic, a los 39 minutos de la segunda parte, acercó una fugaz incertidumbre, como para asegurarle al partido un interés que no decayera hacia el final.
La nota 6 para el equipo, un 7 para Messi, apenas un escaso 5 para Di María, para la opinión de este periodista, es el saldo de lo que no tenía por qué ser mucho mejor, salvo en el caso del flaco rosarino, de quien el cronista espera un aporte mucho más espectacular y decididamente más eficiente.
El público se dividió entre los que se daban por satisfechos a partir del gol de Lionel y los que siempre creen que estas cuestiones se resuelven por goleada cuando los adversarios no son muy famosos.
Y se dividió entre los que preferían las playas abiertas y frescas de Copacabana y la más bohemia zona de Lapa para extender el festejo hasta bien entrada la madrugada, o incluso seguirla hasta el siguiente partido, así como estaban, disfrazados de celeste y blanco, con gorros ridículos, caras pintadas con los colores amados y una sonrisa tan amplia como la que se merece la alegría de estar en un mundial, ver ganar a la Argentina y robustecer la idea de que la joya más preciada, como en los tiempos de Diego, le sigue hablando al mundo de che.
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