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Qué ha hecho posible la ruina de Venezuela, uno de los países petroleros más ricos del planeta? Sin duda, las catastróficas políticas redistributivas de dos décadas chavistas. Pero también el predominio de una idea que, desde los años treinta del siglo pasado, es el santo y seña de todos los populismos venezolanos: “sembrar el petróleo”. A fines del siglo XIX, Venezuela ya había fracasado por completo en el propósito de consolidar una economía agrícola orientada al llamado “crecimiento hacia afuera”, gran ideal del proyecto liberal decimonónico latinoamericano.
Sin embargo, el relato de que alguna vez fuimos una apacible y próspera Arcadia agrícola cuyas virtudes morales ( el trabajo y la frugalidad) fueron barridas por la envilecedora codicia de la cultura petrolera, ha sido aceptado sin examen por generaciones de venezolanos. Junto con el culto a Simón Bolívar, la leyenda negra del petróleo, el agente intruso que desnaturalizó una jeffersoniana sociedad agraria, ha animado engañosas representaciones del pasado y el futuro. Todas ellas se condensan en la fórmula “sembrar el petróleo”. La frase daba título a un célebre artículo de prensa aparecido en 1936. Su autor fue el novelista y político Arturo Uslar Pietri.
Es difícil exagerar la influencia ejercida por aquellas 800 palabras en el pensamiento petrolero oficial. Uslar Pietri pensaba equivocadamente que la riqueza petrolera se agotaría en muy corto tiempo. Sus ideas respecto a la agotabilidad de los yacimientos eran las de la élite dominante que rodeó al dictador Juan Vicente Gómez. Un sardónico agente comercial británico la describió como una casta de “militares y abogados, aficionados a las riñas de gallos, que confundían la actividad petrolera con la minería aurífera o esmeraldera”.
En su artículo, Uslar Pietri exhortaba a invertir la riqueza petrolera — que consideraba transitoria— en la agricultura, fuente de riqueza no solo más segura, sino, a sus ojos, más virtuosa y republicana. En consecuencia, proponía dirigir la renta hacia el crédito agropecuario, los sistemas de riego, la vialidad rural y, aunque sin mayor énfasis, también hacia las industrias nacionales. La noción de inminente agotabilidad del petróleo hizo del fiscalismo la única política macroeconómica plausible. Ella requería un Estado eficientemente recaudador y, a la vez, un dispensador de estímulo financiero a las actividades no petroleras.
En todo esto hay algo singularmente contradictorio, pues la doctrina del “sembremos petróleo” se presentó originalmente como antídoto de lo mismo que prefiguraba; esto es, un Estado gigantesca y tentacularmente entrometido en toda la economía: un petroestado.Según un símil didáctico ya clásico, los petroestados como Venezuela desarrollan conductas maniaco-depresivas que impiden lidiar exitosamente con las fluctuaciones propias del mercado: despilfarradores y dados a endeudarse durante las bonanzas, se tornan depresivos-recesivos y propensos a las devaluaciones en época de vacas flacas.
En las fases de euforia, sus gobernantes dan en pensar que con la avalancha de petrodólares todo es posible y arbitran cada día más y más dinero para cada día nuevas competencias estatales. Cada una de ellas trae consigo poderosos incentivos para la corrupción. No es torcer el sentido original que Uslar Pietri quiso dar a sus palabras afirmar que, a partir del boom que acompañó la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez (1973-78), hasta los estertores de Hugo Chávez, en 2013, los gobiernos venezolanos no se propusieron otra cosa, cada uno a su manera y según sus inclinaciones, que sembrar el petróleo.
Hugo Chávez vio pasar el boom de precios más prolongado de la historia y volatilizó en solo tres lustros cerca de 635.000 millones de dólares. Su ejecutoria más perversa fue la destrucción de PDVSA, la estatal petrolera. Su sucesor, Nicolás Maduro, sojuzga hoy una nación en ruinas. ¿No habrá alternativa al modelo? Es la gran interrogante del siglo XXI venezolano. Por ahora, al parecer, solo nos queda contemplar el fin del largo viaje de una frase feliz —“sembrad el petróleo”— hacia la nada.