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LADY CHARIS»
por Albert Gamundi Sr.
«La brisa marina acariciaba sus dedos mientras pasaba otra página de aquella absorbente novela. Una ligera brisa marina nocturna hizo que el vello del lector se erizase, las mareas se arrastraban, igual que sus dedos intentando retener en su cuerpo, las reacciones que le provocaba la sensualidad de Lady Charis. Embelesado por las tintas, la suave temperatura marítima en otoño y el creer que podía oler a su ficticia princesa, empezó a experimentar en carne propia los pequeños mordiscos en el cuello, las uñas arañando sus carnes y la suave nariz de la dama más allá de las líneas. Convencido por las sensaciones evocadas por el autor, cerró los ojos y dejó que su mente volase libremente.
Una astuta sirena, quien no precisó de técnicas de seducción físicas, tomó la obra en sus manos para continuar leyendo con voz melosa, mientras una compañera emulaba las tintas, cuando una tercera lo arrastraba lentamente. El solitario varón, quien se sentía en un sueño disfrutando de lo que consideraba el arte de la inmersión gracias a la pluma del autor, fue callado con un beso poco antes de caer al mar.
Sus ojos se abrieron dentro de las negras mareas, el rostro apolíneo de Lady Charis lo miraba, su corazón se derritió de dulzura por un par de segundos, antes de que las fauces se abrieran y un grito quedase ahogado por cinco metros de agua.
Horas más tarde, el libro apareció en la arena mojado, rasgado y marcado por unos labios ensangrentados
La chica de la curva
Existen diferentes versiones, pero todas ellas tienen un denominador común: una joven enfundada en un vestido blanco. Cuenta la leyenda que un padre de familia volvía del trabajo a casa por la carretera de las Costas del Garraf. Era una noche lluviosa, el frío empañaba el parabrisas y el cansancio empujaba sus párpados hacia abajo. A medida que avanzaba por la carretera, las gotas golpeaban con más violencia los cristales de su coche, que perdía estabilidad en el serpenteante trazado del asfalto.
El hombre agudizó los sentidos y redujo la marcha. En ese mismo instante, los faros del vehículo iluminaron la figura de una chica que, empapada por la lluvia, esperaba inmóvil a que algún conductor se apiadara de ella y la llevara a su destino. Sin dudarlo ni un momento, frenó en seco y la invitó a subir. Ella aceptó de inmediato, y mientras se sentaba en el lugar del copiloto, el chofer se fijó en su vestimenta. Llevaba un vestido blanco de algodón arrugado y manchado de barro. Por su pelo enmarañado, parecía que llevaba un buen rato esperando.
Reanudó el viaje y empezaron una distendida conversación en la que la chica esquivó en varias ocasiones la historia de cómo había llegado hasta aquel lugar. Hasta que llegó el momento idóneo. Con una voz fría y cortante, le pidió que redujera la velocidad hasta casi detener el vehículo. “Es una curva muy cerrada”, le advirtió. El hombre siguió su consejo y, cuando vio lo peligroso que podría haber sido, le dio las gracias. Ella, con voz cortante y fría, le espetó: “No me lo agradezcas, es mi misión. En esa curva me maté yo hace más de 25 años. Era una noche como ésta.” Un escalofrío recorrió la espalda del hombre y erizó su piel. Cuando giró la vista hacia el copiloto, la joven ya no estaba. El asiento, sin embargo, seguía húmedo.
Esta escena se ha repetido en otros lugares de España, como en Mallorca o Bàscara (Girona
Explicación:
no sé si te sirva