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La mañana fresca agradaba a don Justo, porque le permitía trabajar tranquilamente. Estaba sentado frente a un artilugio a pedal que unido por correas y sogas delgadas articulaban una cadena de brazos que terminaban en una pulidora manual. No dejaba de pedalear aun cuando no pulía el pequeño diente de oro que en unos minutos debería de colocar a uno de sus clientes. Tras él una mesa desordenada, llena de piezas dentales a medio terminar y de instrumentos desperdigados sin ningún orden aparente. Trabajaba con ahínco, mientras escuchaba una llorona melodía de un “sanjuanito” en una emisora de radio. Constantemente observaba la pieza trabajada para dejarla con mínimas imperfecciones.
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