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El fin de la sociedad como un hecho natural y la emergencia de esta como población, es decir, como un conjunto de personas que hablan, que trabajan, que viven, que se relacionan entre sí y con su entorno, y cuyos comportamientos, afectos y deseos deben ser administrados, marca una discontinuidad radical en el ejercicio del saber y del poder. Esta discontinuidad está dada por un nuevo arte de gobernar que toma a todos y a cada uno como blancos de un poder que tiene como finalidad principal normalizar la sociedad, a través de la visibilidad constante, la clasificación permanente, la valoración, la jerarquización y el diagnóstico como preceptos. Técnicas disciplinarias sobre los sujetos y regulaciones sobre la población, gestión de los cuerpos y administración de la vida, que hacen que el poder colectivice y singularice.
La paradoja de este arte, que combina los dispositivos disciplinarios con los de seguridad, es que busca, aunque sea como un deber ser, la maximización de la efectividad de sus prácticas justamente para reducirlas a su mínima extensión; gobernar de forma eficiente y eficaz, para gobernar lo menos posible. Es en este contexto en el que surgen saberes e instituciones disciplinares como el ejército y las escuelas modernas, las cárceles y las fábricas, a la par de los discursos y las prácticas sobre la población, como la demografía, la economía política, la medicina social. Sin dejar de atender a los dispositivos disciplinarios y, sobre todo a su cruce con los dispositivos de seguridad, este artículo se concentrará en estos últimos, que le dan su forma particular a la biopolítica.
Michel Foucault1 planteó que la biopolítica se sustenta en tres transformaciones fundamentales: 1) la inclusión de la población como problema político y problema biológico; 2) la gestión de fenómenos como la natalidad, la mortalidad y la morbilidad que solo tienen sentido como hechos colectivos; y 3) el carácter necesariamente diacrónico y serial de estos. Se trata, en definitiva, del establecimiento de la serie población/procesos biológicos/mecanismos reguladores/Estado, en la cual este último tiene como responsabilidad la formación de lo social y la intervención sobre la vida. Esto trae consigo una ruptura en la forma de gobernar, en la cual el poder soberano, que hace morir y deja vivir, no desaparece pero sí es subordinado al biopoder que busca hacer vivir -de determinadas formas y bajo ciertos parámetros y finalidades- y deja morir, en tanto la muerte, mas no la mortalidad como fenómeno colectivo y estadístico, se escapa a sus prácticas.
En una sociedad organizada bajo esta forma de gobierno, las clasificaciones raciales permiten realizar un corte dentro del continuum biológico, una división entre las poblaciones y los individuos que hay que hacer vivir y los que hay que dejar morir, al tiempo que es la única forma posible de instaurar una relación positiva entre la vida y la muerte, pues la desaparición de los Otros, de los grupos que no son inmanentes al cuerpo de la nación, es lo que permitirá que la vida sea más sana, más pura y más feliz. Al dejar morir a los miembros espurios de la sociedad, el gobierno la está defendiendo.
En el siglo XIX latinoamericano, los nuevos Estados buscaron hacer vivir las sociedades nacionales, al tiempo que dejaban morir a los heterogéneos grupos que no se amoldaban fácilmente a estas. Sin embargo, las continuas discusiones sobre las estrategias biopolíticas, hicieron que, en la mayoría de los casos, estas fueran un asunto relativamente enclaustrado en el ámbito del saber y la ley, más que en prácticas de gestión de fuerte incidencia en la población. A esto se sumó que los discursos modernos sobre la sexualidad, las razas y las herencias se amalgamaron de formas particulares con las genealogías raciales propias del Antiguo Régimen iberoamericano y su preocupación por la limpieza de sangre y la calidad, dando como resultado unos procedimientos racializadores heterogéneos y discontinuos2.
En las páginas siguientes se describe e interpreta en primer lugar, cómo el saber geográfico se constituyó en un tipo de conocimiento importante para el gobierno de la Nueva Granada3, lo cual fue fundamental para la creación de la Comisión Corográfica en 1850; en segundo lugar, se plantean las representaciones que sobre la población se elaboraron desde esta empresa geográfica; finalmente, se hace énfasis en las contradicciones inherentes a estas representaciones, las cuales se vieron tensionadas entre el deseo civilizador de los letrados y las características propias de la población neogranadina.
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