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La imagen de la ciencia, de sus posibilidades y límites, ha cambiado considerablemente
en los últimos 70 años, desde el comienzo de la filosofía actual de la ciencia en los primeros años
30 del siglo XX hasta nuestros días. La creencia en una ciencia segura, tal y como el positivismo
lógico preconizaba, fue rápidamente descartada ante la respuesta contundente y tenaz de Popper;
a su vez, la concepción realista de la ciencia del propio Popper sufriría un considerable desgaste
por obra de Quine, Kuhn y Feyerabend; finalmente, el peligro del relativismo sería conjurado
gracias a nuevas tendencias neopragmáticas en el pensamiento científico, que, recuperando ideas
ya establecidas por Duhem, Dewey, James y otros, desechan la imagen de la ciencia como espejo
de la naturaleza, al tiempo que la consolidan como una empresa racional.
La filosofía actual de la ciencia se entronca con la nueva filosofía de la naturaleza, cuyo
origen hay que situarlo en las lecciones que comenzó a publicar Wilhelm Ostwald en 1902. Su
objetivo: salvar a la filosofía de la naturaleza de la mala fama de que adolecía en Alemania desde
el siglo XIX como consecuencia de la influencia ejercida por Schelling (la referencia a Alemania
se debe a que, en Inglaterra, p.e., la física matemática continuaba siendo designada como natural
philosophy). En clara oposición a la filosofía de la naturaleza especulativa de Schelling, Ostwald
afirma: "Mientras los filósofos de la naturaleza alemanes fundamentalmente pensaban y
literaturizaban acerca de los fenómenos naturales, los representantes de las otras corrientes
calculaban y experimentaban, y pronto pudieron mostrar un cúmulo de resultados efectivos por
medio de los cuales se produjo el desarrollo extraordinariamente rápido de las ciencias naturales.
Ante esta prueba tangible de superioridad los filósofos naturales no podían oponer nada
comparable" (Ostwald, 1914: 2-3). Además, para Ostwald constituía un hecho
extraordinariamente curioso que, mientras los contenidos de las diferentes disciplinas particulares
eran esencialmente coincidentes, y ello con plena independencia de los autores que sobre ellos
escribían, parecía que en filosofía no había nada común.