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Hay muchas maneras de fijarse en el modo en el que el pasado aparece en el presente, aquí nos vamos a detener sólo en algunas. Empecemos por fijarnos en cómo interactúan pasado, presente y futuro. Cualquier estado presente es una huella de lo sucedido en el pasado. Nuestro presente es lo que el pasado nos ha legado para construir el futuro con los recursos que el propio pasado nos dejó. En este sentido, el pasado nos resulta relevante en tanto que susceptible de hacérsenos presente ahora. De este modo, aunque nuestro mundo está restringido a experiencias presentes, algunas de las experiencias actuales que el entorno nos produce son susceptibles de actuar como significantes de acontecimientos del pasado. Nuestro sistema nervioso está construido también de una manera tal que registra huellas de los acontecimientos experimentados y pueda hacerlas accesibles cuando son precisas. Sin embargo, estas huellas del pasado no son registros fidedignos de lo efectivamente acaecido, sino las trazas que los eventos han dejado en la materia (viva o inerte) para ser interpretadas y utilizadas más adelante.
Dos son los tipos de huellas que aquí nos interesan: a) lo que las experiencias individuales dejan en la estructura física de los individuos vivos, y b) las huellas físicas que quedan en el mundo como consecuencia de las acciones de las fuerzas de la naturaleza, y entre ellas de los individuos y grupos humanos. Mientras las segundas resultan accesibles para cualquiera, las primeras sólo lo son de manera inmediata para la propia estructura individual en la que están inscritas. A estas huellas podemos llamarlas respectivamente memorias individuales y públicas; ambas están relacionadas, pero no debemos confundirlas. Las segundas no tienen significado a menos que resulten accesibles y sean interpretadas; a menos que se conviertan en experiencias memorables para individuos de carne y hueso.
La memoria, pues, nos hace accesible el pasado a través de procesos de recuerdo que son el resultado de la activación de huellas de experiencias pasadas al servicio de acciones actuales. Pero también hay que tener en cuenta que los grupos humanos a través del tiempo han desarrollado procedimientos para ampliar la capacidad de mantener registros del pasado, más allá de la capacidad de registrar huellas en la propia memoria biológica corporal. Así surgieron sistemas de notación, poemas, historias, rituales o monumentos como formas de mantener la memoria, de hacer accesibles experiencias que caen mucho más allá del limitado espacio de tiempo de la vida de cada individuo. Estos artefactos hacen posible que un individuo acceda a la experiencia acumulada por el grupo. En otras palabras, hacen posible la cultura.
Esto que acabamos de decir tiene algunas consecuencias. Entre ellas está la transformación de la misma memoria natural, pues ahora resulta posible decidir qué aspectos del momento presente han de ser memorables para el futuro, con lo que ya la memoria no estaría formada únicamente por los rastros que el pasado dejó, sino también por aquellos aspectos de su presente que los contemporáneos de un evento decidieron que era conveniente registrar. La mediación de estos artefactos culturales, por otra parte, transforma los mismos procesos psicológicos de registro y recuperación de experiencias, que ahora ya no son sólo susceptibles de ser utilizados de una forma voluntaria, sino que toman una nueva estructura por los nuevos componentes (culturales, artificiales) que intervienen en ellos (vid. Leontiev, 1931; Bakhurst, 1990/1992).
Pero no hay que pensar que todas las memorias, todos los rastros del pasado se recuperan. Si antes decíamos que hay maneras de influir en los procesos de codificación, en el propio establecimiento de las huellas de experiencias presentes, que en el futuro serán huellas del pasado; también hay que tener en cuenta que sólo se recuerda aquello que sirve para algo en el curso de las acciones presentes. En ese sentido, el recuerdo es importante, pero también lo es el olvido, que en este sentido podríamos considerar como la no activación de los rastros del pasado existentes. Pero, además, como buena parte de las memorias que tenemos no son sólo rastros del pasado, sino también memorias de activaciones anteriores de esos rastros del pasado — es decir, recuerdos de anteriores actos del recuerdo — que contribuyen a mantener viva una parte de la memoria anterior, cuando una determinada memoria no se activa durante cierto tiempo, resulta cada vez más difícil activarla, quedando más y más en el pasado. En definitiva, va cayendo en el olvido, con lo que una parte de nuestro pasado nos resulta cada vez más remota y ajena. Esto que acabamos de decir resulta válido para cualquiera que sea el agente el recuerdo, ya sea éste un individuo o un colectivo.