• Asignatura: Castellano
  • Autor: daisypaolacalderon
  • hace 4 años

Lee el texto y explica con palabras del texto la expresión "verdad imaginada"


¿Cuándo aprendimos a mentir?
Hasta hace muy pocos años nadie podía explicarse el mecanismo para saber
qué hacen, piensan y sienten los demás. Lo descubrieron cuatro científicos
italianos investigando en la pequeña y bellísima ciudad italiana de Parma,
conocida por su buena cocina, el jamón y el queso parmesano.
Los científicos en cuestión –encabezados por Giacomo Rizzolatti–
descubrieron, ni más ni menos, las llamadas neuronas espejo; unas neuronas
que se activan en los monos –y, por supuesto, en los humanos– cuando vemos
a otro sufrir o a una pareja emocionarse con un beso que también nos
emociona. Esas neuronas nos brindaron, por primera vez en la historia de la
evolución, una explicación neurofisiológica plausible de las formas complejas
de interacción social. Importantísimo, de acuerdo. Pero a mí me fascinó
especialmente otro descubrimiento, en apariencia menos trascendental,
realizado en el curso de la misma investigación.
Resulta que cuando un primate, como el macaco, y un humano tensan el dedo
pulgar y el índice de la mano derecha para tomar un caramelo, a los dos se les
activan unas determinadas neuronas espejo. Perfecto. Ahora bien, fíjese en lo
que le voy a decir a continuación, porque para mí aquí yace el origen del
engaño y de la dicha que parece castigar unas veces y premiar otras a los
humanos. Repitamos el experimento anterior, pero con una salvedad; es decir,
tanto el humano como el primate repiten el mismo ejercicio del dedo pulgar y el
índice simulando que recogen un caramelo, pero esta vez sin tomarlo, sino
haciendo como si lo tomaran. ¿Saben qué ocurre?
Pues ocurre que en el caso del humano se activa la misma neurona, si
bien en el caso del primate no se activa en absoluto. Realizar un movimiento
prensil –así lo llaman en el laboratorio– en ausencia de un objeto no activa
ninguna descarga en el cerebro del primate porque, sencillamente, los primates
no hacen pantomimas; no saben mentirse a sí mismos ni a los demás
simulando que están comiendo un caramelo cuando no lo están asiendo y
menos aún comiendo.
La deducción es casi inevitable y que me corrijan mis amigos neurólogos y
primatólogos si estoy equivocado. Tanto ellos como nosotros partimos de
neuronas espejo muy similares, pero en el curso de la evolución las nuestras
abordaron procesos cognitivos lo suficientemente complejos para permitirnos
imaginar y mentir. En un momento dado de nuestro destino aprendimos a idear
pantomimas, a simular que teníamos entre los dedos un caramelo cuando no
había nada. Y no sólo eso, sino algo mucho más decisivo: conseguimos que
los demás sintieran como si los protagonistas asieran un caramelo.
Había nacido la verdad imaginada o, si se quiere, la mentira y la capacidad,
gracias a las neuronas espejo, de que los demás creyeran lo que yo estaba
sugiriendo sin tener en las manos el objeto de verdad, o nada en su lugar, o el
beso digital en el campo de las emociones, o el Dios imaginado en el de la
religión. La magia había precedido a la ciencia y ahora esta última anunciaba la
ciencia ficción.
¿Cuándo aprendimos a mentir? Probablemente, cuando hizo mucha falta. En
los tiempos remotos, el entorno era extremadamente duro. Hoy sabemos que
en África quedaron apenas unos miles de personas para iniciar la emigración a
otros continentes. Sólo Dios sabe lo que sufrieron nuestras especies más
allegadas a lo largo del último millón de años. Las cosas empezaron a cambiar
para mejor cuando uno de aquellos testigos –contemplando cómo un rebaño
alocado de mamuts arrasaba su valle– le dijo al otro: «¡Qué bella es la
naturaleza!», cuando le soltó la primera mentira.

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