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Juegos peligrosos trata de la Historia en sí: del modo en que se la usa y en que se abusa de ella, en que se la manipula para justificar una matanza o una guerra o el poder de un tirano, en que se la sustituye por leyendas urdidas para alimentar el narcisismo colectivo, para envejecer y ennoblecer un pasado que no tuvo nada de ejemplar ni de glorioso o que sencillamente no existió. "Usamos la Historia para entendernos a nosotros mismos y deberíamos usarla para entender a otros", escribe MacMillan, pero el catálogo de desatinos que ella misma enumera le da a uno una idea más bien pesimista de la actitud humana hacia el conocimiento de la verdad.
Organizaciones de veteranos de las fuerzas aéreas canadienses lograron que se clausurara una exposición en la que se ponía en duda la eficacia, por no hablar de la legitimidad, de los bombardeos que arrasaban las ciudades alemanas en la Segunda Guerra Mundial sin más objetivo que aterrorizar a la población civil. En la Unión Soviética los libros de Historia se modificaban de un día para otro para ajustarlos a los cambios en la ortodoxia o a la caída en desgracia de los cortesanos del Kremlin. Hitler se veía a sí mismo como un heredero del emperador medieval Federico I Barbarroja. Stalin se medía con Iván el Terrible y con Pedro el Grande, y los relatos históricos se ajustaban adecuadamente al capricho de su megalomanía. A otra escala, George W. Bush quería modelar su figura pública sobre la de Winston Churchill, del mismo modo que identificaba a Sadam Husein con Hitler, y a los que ponían en duda la conveniencia de atacar Irak con los apaciguadores que en los años treinta creían posible un compromiso con la Alemania nazi.