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El complejo escenario político latinoamericano está siendo testigo de dos situaciones que afectan a la democracia representativa en sentidos bien diferentes. Brasil y Colombia han puesto a prueba, y van a seguir haciéndolo en las próximas semanas, tanto el grado de institucionalización de sus regímenes políticos como el componente popular de su accionar político. Sendos procesos han tenido un desarrollo en los meses precedentes y su desenlace una consecuencia de decisiones no azarosas.
Brasil y Colombia han caminado por rutas distintas sin que ninguna fuente académicamente solvente cuestionase que a lo largo del último cuarto de siglo no fueran democracias. Sus diferencias son producto de su pasado y de esquemas institucionales disímiles. Brasil es un Estado federal y el voto es obligatorio mientras que Colombia es un Estado centralizado y el voto es optativo. Respecto a sus sistemas de partidos, si bien ambos partieron de un forzado bipartidismo, Brasil derivó en un sistema hiperfragmentado acercándose a una treintena de partidos en la Cámara de Diputados que abusan del transfuguismo, a la vez que Colombia mantuvo un pluralismo moderado en torno a liderazgos presidenciales.
Durante un cuarto de siglo, y superada en Brasil la crisis de la destitución del primer presidente elegido por el voto directo tras el retorno de la democracia, ambos países han tenido estabilidad política eligiendo cada cuatro años a sus gobernantes. Sin embargo, Colombia se movía en la anomalía de estar envuelta en un conflicto armado que hundía sus raíces en una vieja confrontación entre los dos partidos tradicionales iniciada a finales de la década de los cuarenta a la que se vino a unir el legado de la Guerra Fría y de la Revolución Cubana tres lustros más tarde.
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