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La utopía como forma de intervención política parece haber perdido toda legitimidad en los tiempos que corren. El fin de la confianza en el progreso histórico y en la perfectibilidad humana explicaría ese declive de la potencia de la imaginación utópica. El siglo XX se caracterizó por el ocaso de todos los grandes sueños de emancipación que habían impulsado a la humanidad a buscar soluciones duraderas a los problemas sociales y políticos. Tanto desde la tradición liberal –Popper, Berlin– como desde el marxismo y la teoría crítica –Marcuse, Deleuze, Derrida, entre otros–, la utopía fue vista con desconfianza e incluso se le consideró la fuente de los totalitarismos políticos.[1] El impulso que orienta a toda utopía –criticar el estado de cosas existente y proponer un diseño político radicalmente nuevo– fue cediendo lugar a un afán moderado de reforma y, en muchas ocasiones, a la idea de que los cambios radicales son imposibles o indeseables y por lo tanto solo resta la administración del sistema para impedir mayores calamidades. Los movimientos sociales recientes, desde el neo-zapatismo hasta Occupy Wall Street, han impugnado esa narrativa que confiaba en la perpetuación de un orden que, aun si a menudo demostraba su capacidad de crear miseria y desposesión, se asumía como el menos perjudicial de los sistemas conocidos.
Históricamente, la utopía ha tenido una relación consustancial con México y en general con el continente americano. Basta recordar que en Utopía (1516), de Tomás Moro –el texto con el que nace la utopía como palabra y como género político-literario–, el narrador Rafael Hythloday es un navegante y filósofo que acaba de acompañar a Américo Vespucio en un viaje por el Nuevo Mundo; ahí, en esas tierras vírgenes e inexploradas, el narrador encontró la comunidad perfecta que describe minuciosamente a los lectores. Algunos años después de la aparición de Utopía, el primer obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, se basaría en el libro de Moro para fundar sus “aldeas-hospitales”, comunidades indígenas que representaban una alternativa con respecto a la crueldad de la colonización española. Más tarde, durante el siglo XIX, México sería un terreno fértil para el surgimiento de propuestas teóricas y prácticas que se nutrían del socialismo utópico: Plotino Rhodakanaty introdujo la doctrina del socialista utópico francés Charles Fourier en su Cartilla socialista (1861) y fundó una colonia agrícola con escuela libre en Chalco; Nicolás Pizarro reunió ideas socialistas y liberales en su gran novela utópica El monedero (1861); Juan Nepomuceno Adorno publicó La armonía del Universo y la ciencia de la Teodicea (1862), en donde describía el plan divino para la felicidad humana; Victor Considérant criticó el peonaje en sus Cartas al mariscal Bazaine (1868) e influyó en la rebelión campesina de Alberto Santa Fe
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