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Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat, Twitch, Youtube e, indirectamente, Amazon, Google y Apple han cerrado el acceso del aún presidente de Estados Unidos a las redes sociales. Esta inusual iniciativa por, según ellos, poner en peligro la democracia ha abierto un intenso debate en torno a la libertad de expresión, que es precisamente uno de los pilares de la democracia. Para unos es una medida correcta porque cierra la autopista por la que el vocinglero mandatario hacía correr mentiras, falsedades e incitaciones a la violencia. Para otros se trata de un caso de censura y de abuso de poder por parte de las operadoras que controlan las redes sociales.
Las megaempresas digitales han dejado a Trump sin su altavoz
La libertad de expresión es un derecho fundamental que protege la difusión de ideas por parte de individuos o colectivos sin temor a sufrir censuras o represalias. Se encuentra recogida en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, así como en casi todas las Constituciones de las democracias liberales, como la española. No obstante, incluso en las sociedades más avanzadas esta libertad está sujeta a ciertos límites. La clave es cuáles son estos límites y quién los controla.
La cuestión está tan abierta que es objeto constante de debate, tanto político como filosófico y jurídico. No hay derechos absolutos, siendo la premisa para su mejor protección la correcta regulación de sus límites, que siempre deben ser recogidos en leyes. En consecuencia, son los tribunales los que deben determinar si hay una infracción. No es esta una tarea que corresponda a los gobiernos y aún menos a los administradores de las redes sociales.
Es cierto que
la libertad de expresión tiene límites. Pero, ¿quién debe ejercer su control?
Los hechos, sin embargo, son que los gigantes digitales prosperan de forma monopolista mientras las nuevas tecnologías son instrumentalizadas por el poder chino como herramientas de hipervigilancia. A las poderosas empresas de Silicon Valley les mueve la lógica de la maximización de ingresos y beneficios económicos, pero tienen también un indudable control ideológico: son las que regulan de qué se habla y quiénes hablan en el nuevo y omnipresente escenario público, las redes sociales. Su capacidad es tan grande que ensayistas como José María Lassalle hablan del peligro de que la democracia liberal mute en un orden tecnológico de vigilancia y control (‘Ciberleviatán: el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’). Una tesis semejante ha expuesto el famoso economista Daron Acemoglu: la creciente desconfianza en los políticos puede llevarnos a una "servidumbre digital" en la que los ciudadanos trasladan su confianza a compañías privadas, como Apple y Google, que vienen operando con mucha más eficiencia que la mostrada por los gobiernos.
Ahora, las megacorporaciones digitales acaban de hacer una singular demostración de su fortaleza bloqueando al que teóricamente es el hombre más poderoso del planeta y su usuario más famoso: 88 millones de seguidores de ‘@realDonaldTrump’ y 35 millones de suscriptores en Facebook. Eso sí, lo hacen cuando ya es un presidente caído. Durante los cuatro años de mandato han difundido sin pausa sus afirmaciones falsas, sus declaraciones racistas o machistas, y sus mensajes polarizadores al borde del discurso del odio.
¿Quién garantiza las viejas libertades analógicas en un mundo digital?
Las redes sociales son la nueva Ágora. De hecho, han adquirido un peso extraordinario en la configuración de la opinión pública. Por eso mismo, los Estados deben disponer de mecanismos legales, emanados del Parlamento. Las democracias liberales no pueden dejar en manos de las plataformas el debate público para que lo gestionen de forma arbitraria, sea por sus razones económicas o por sus valores ideológicos. Eso conduce a la tiranía de los oligarcas de las tecnofinanzas. Algo así como el Gran Hermano, en versión digital, que intuyó Orwell.
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