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Esperanza
Desde que los aviones de largo recorrido atravesaban el Atlántico sin hacer escala, aquel grupo de islas había ido cayendo poco a poco en el olvido, al punto de que su nombre ahora se asociaba únicamente a una zona subtropical de altas presiones de la que dependía la meteorología de Europa occidental.
En el alojamiento para turistas —unos ruinosos bungalós en un parque cubierto de flora silvestre— vivían, aparte de mí, un par de gatos desnutridos. Mis días transcurrían siempre iguales. Leía, daba breves paseos, siempre bajo la constante amenaza de lluvia, y por el mediodía y por las noches comía en el único restaurante del lugar. Al cabo de una semana, el camarero ya hacía como si no me conociera. Nadie parecía interesarse por mí salvo Esperanza, la camarera encargada de hacer las habitaciones.
Esperanza era bajita y frágil, pero tenía una expresión decidida en el rostro y hacía su trabajo con tal rapidez que parecía no haber hecho otra cosa en su vida.
—Voy prepararte la cama —me había dicho cuando apareció por primera vez en mi bungaló. Diez minutos después estaba de nuevo en la puerta, carraspeó y me dijo—: Este país es tierra de montañas y valles, el agua bebe de la lluvia caída del cielo.
Al día siguiente vino a la misma hora, hizo la habitación y, al terminar, dijo:
—También yo quisiera ir allí y ver ese hermoso país.
Cada mañana Esperanza decía una sola frase y luego desaparecía. No supe lo que quería de mí hasta que me dijo:
—Y entonces, entre los prisioneros, divisas a una mujer hermosa, te sientes conmovido a causa del amor, pretendes tomarla por esposa.
Esta vez también desapareció, pero yo la seguí. Vi cómo acariciaba a uno de los gatos salvajes y luego desaparecía en un aledaño del edificio donde estaban las dependencias del hotel. Sin tocar a la puerta, entré. Esperanza estaba de pie en aquel recinto a oscuras en el que parecía habitar, y dijo:
—Él me besa con el beso de su boca.
Sólo mucho más tarde, cuando Esperanza ya hacía tiempo que hablaba el alemán como su propia lengua materna, me contó lo que significaban aquellas frases. Muchos años antes se había enamorado de un misionero alemán que había estado viviendo en uno de los bungalós. Un buen día, el joven no volvió de uno de sus paseos. En su maleta Esperanza encontró dos libros, un diccionario y una Biblia. En vistas de que jamás renunció a la esperanza de que aquel hombre volviera algún día, fue aprendiendo, en las largas noches, un poco de alemán. No había pasado, en su lectura, apenas del libro de Moisés, pero en él encontró todo lo que quería decirle a su amado. O a cualquier otro. Me enseñó la hoja con las frases que había conservado como prueba de nuestro extraño amor. La última frase me la dijo al final de aquel largo día en el que entré por primera vez a su habitación:
—Por supuesto que quiero marcharme contigo.