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En las últimas décadas se han incrementado los estudios sobre la mujer en el período novohispano y, con motivo de las celebraciones del Bicentenario de nuestra Independencia, se ha tratado del papel que tuvieron las mujeres en la insurgencia y se han hecho estudios sobre algunas de ellas, procedentes de las élites, reconocidas como «heroínas» de la gesta emancipadora.
Se presentan como excepciones y se aprecia en ellas su intelecto, su asimilación del pensamiento moderno y su capacidad de liderazgo. Apenas se ha hecho referencia a que fueron numerosas las mujeres en los espacios urbanos que, formadas en las ideas de la Ilustración, participaron en la esfera pública a fines del siglo XVIII y en las primeras décadas del siglo XIX. Al aproximaros a las iniciativas femeninas con motivo de la invasión napoleónica a la Península Ibérica y ante la amenaza que les representaba la proximidad de las huestes de Hidalgo a la capital del Virreinato, podemos identificar a las líderes que hicieron públicos los ideales políticos y amor patrio de las mujeres.
Ese amor patrio que fue expresado primero, a su Rey Fernando VII y diez años más tarde, al emperador Iturbide, al presidente Guadalupe Victoria, a Vicente Guerrero, etc. Un estudio de conjunto sobre la educación femenina en el siglo de las luces y su inserción en la esfera pública como referente sustantivo para comprender la presencia de la mujer en la Independencia, rebasa los límites del presente escrito. A través de un estudio de caso, ofrezco aquí sólo algunas informaciones orientadas a este propósito.
Hace unos años llamé la atención, el impacto de la mujer de la élite en su condición de viuda, en la economía y cultura novohispanas de fines del siglo XVIII. Entre otras cuestiones, porque fue la responsable de trasmitir sus valores, a través del cuidado y educación de sus hijos y nietos; porque a la muerte del marido se obligó a poner atención en la administración de los negocios heredados y en las nuevas inversiones de sus fortunas; porque asegurado se modus vivendi, invirtió los intereses que generaron sus capitales en obras pías y de asistencia en beneficio del público y porque además de destacarse por sus obras filantrópicas, fue promotora de las luces, como mecenas y patrocinadora del «buen gusto».
Retomo ahora a una de las viudas a las que entonces me referí, a Ana de Yraeta. Su trayectoria nos permite definir el prototipo de las mujeres ilustradas que vivieron a fines del siglo XVIII y que se distinguieron como líderes en las manifestaciones públicas de amor patrio identificado con la monarquía. Ana, representa también a las mujeres que siguieron los debates intelectuales que se manifestaron en folletos y gacetas entre los años 1809–1821, período en que se perfilaron los distintos modelos políticos que habrían de experimentarse en las primeras décadas del siglo XIX.
Las mujeres como Ana tuvieron un papel singular como anfitrionas de las tertulias en las que se comunicaban día a día el acontecer tanto en Europa como en América. Eran también asiduas lectoras de los diarios y gacetas y se distinguieron como patrocinadoras de las diversas facciones políticas. Después de la firma del Acta de Independencia, Ana aparece mencionada como miembro de la corte de Iturbide, en calidad de dama primera y guarda mayor de la emperatriz. Es posible apreciar en la persona de Ana la mentalidad femenina que transitó de la fidelidad a la monarquía española a la lealtad a la imperial familia mexicana.
Ana María Iraeta Ganuza de Mier fue la tercera de tres mujeres en una familia de la élite de la ciudad de México. Fue bautizada el 28 de julio de 1768 y meses después, en 1769, murió su madre Josefa de Ganuza de "sobreparto". Hija menor del comerciante Francisco Ignacio de Yraeta. Ana María permaneció soltera y al cuidado de su padre hasta que éste falleció, heredó una sólida fortuna.
Entre sus obras pías, como devota de santa Teresa, aportaba 25 pesos al mes para la fábrica de su capilla; en 1798 fundó con 7.300 pesos una obra pía para que diariamente se celebrara una misa por el alma de su padre y otra para que anualmente se celebrara en la iglesia de la Profesora la fiesta del arcángel san Gabriel. Ana sobresalió en el espacio público al lado de su marido, el oidor Cosme de Mier, y, ya viuda, tuvo un papel significativo en la defensa de la Monarquía española.
Después de la consolidación de la Independencia, al establecimiento del primer imperio mexicano, Ana fue designada dama principal de la emperatriz Ana Huarte, esposa de Agustín de Iturbide, coronado como Agustín I. Muere en la ciudad de México el 10 de septiembre de 1827.
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