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La mañana del 14 de agosto de 1865, un señor de apellido Bartlett, empleado de la aduana estadunidense en El Paso , vagaba por las orillas del río Bravo cuando le llamó la atención el griterío de “¡Ahí viene, ahí viene Juárez! ¡Ahí está!”. Entonces vio cómo la calle principal comenzó a llenarse de gente para esperar el paso del presidente mexicano y su escolta. Aprovechó el momento y se acercó a conocerlo personalmente: “La expresión de su semblante era simpática –apuntaría más tarde–. Su porte era el de un caballero pulcro y sabio, lleno de soltura y dignidad. Su conversación carecía de la fluidez y de la vehemencia que caracterizan a los españoles. Su voz era baja y agradable, y muy a menudo se interrumpía, como pesando la impresión de sus palabras. Su indumentaria era la de un ciudadano presidente y, desde el punto de vista americano, impecable –levita negra de paño ancho, chaleco de lino blanco, guantes blancos, calzado pulido–. El traje, ajustado perfectamente a su cuerpo robusto, lo llevaba con la gracia de un cosmopolita acabado”.