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Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte
se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El
guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó
los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo
para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos.
Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna
para comprobar que los retratos se parecían a las caras.
Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de
melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de
enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no
podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy
Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y
casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de
pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas
de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de
ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia
viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos
posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de
regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la
pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor
contrariado de su tierno pandillero de balneario.
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