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Todas las mañanas del mundo arranca con un primer plano mantenido durante varios minutos en el que un envejecido y amargado Marin Marais, frente al ocaso de su vida y mientras imparte una clase magistral entre los músicos de la corte de Versalles, comienza a rememorar en público a la figura de su maestro, el austero y jansenista Monsieur de Sainte-Colombe, quien tras la muerte de su querida esposa, optó por enclaustrarse con la única compañía de su música y de sus dos hijas, despreciando por completo los cantos de sirena provenientes de la corte y del mismísimo “Rey Sol”, Luis XIV. Hasta que, cierto día y a regañadientes, decide admitir como discípulo al joven hijo de un zapatero: Marin Marais (Guillaume Depardieu). Sainte-Colombe, cuya concepción trascendental y pura de la música contrasta con la más mundana y banal de Marais, muestra a su alumno los secretos de la viola da gamba a través de los paralelismos de la naturaleza con su arte. Enseñanza a la que también contribuye Madeleine (Anne Brochet), la hija mayor de Sainte-Colombe con la que el joven mantiene relaciones a escondidas de su maestro. Pero la llamada de la corte, del reconocimiento material y del éxito, alejarán pronto a Marin Marais de Sainte-Colombe y Madeleine.
Como señalaba al principio, la obra que nos ocupa goza de una envoltura formal exquisita, gracias a la extraordinaria fotografía de Yves Angelo y a la pictórica composición de unos planos fijos que remiten a los cuadros de Georges de La Tour. Sin embargo, bajo mi punto de vista, peca en su excesivo uso de la voz en off como elemento conductor de la narración y en no haber incidido más en la confrontación psicológica entre sus dos caracteres principales.
Aun con todo, Tous les matins du monde constituye un bello, sereno y triste ejercicio cinematográfico/musical (la música es el más importante de los personajes) con varias escenas para el recuerdo.