personajes principales de la lectura hombre en la inicial
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te escrivo la respuesta. mañana
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tanto que le pedí a mi abuela que me hiciera un traje de
cruzado. En esa época los niños de Mixcoac mostraban su
vocación épica disfrazándose de indios o vaqueros; a veces,
algún desesperado se vestía de Superman. No necesito decir
que mi aparición en la calle de Santander fue atroz: la cruz
destinada a amedrentar moros y la cota de malla hecha con un
mosquitero me dejaron en ridículo. Aun así, Rodrigo Díaz de
Vivar siguió siendo mi héroe secreto y ante la oferta de la
señorita Muñiz no vacile en escoger el Cantar de Mío Cid. El
encontronazo con los clásicos me dejo pasmado: era increíble
que una película excelente se hubiera hecho de un guión tan
malo.
Como tantos maestros, la señorita Muñiz pensaba que
debíamos ingresar a la literatura por la puerta gótica. Hubiera
sido más sensato empezar por Mark Twain, J.D. Salinger o
algún crimen apropiadamente sangriento, y avanzar poco a
poco hasta descubrir que también el Cantar de Mío Cid era
materia viva. Como esto no ocurrió, pasé los siguientes años
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evitando todo contacto con la literatura. Salí de la secundaria
con un récord de dos libros en mi haber. Uno en contra, otro
a favor. Me sometí a la tiranía sentimental de Corazón, diario de
un niño; me enjugaba las lágrimas, preguntándome si alguien
leería eso por gusto (yo al menos estaba llorando para pasar
Español). El segundo libro me cautivó como un sueño oscuro;
durante semanas sólo pensé en el Capitán Hatteras y su
arrebatado viaje al polo norte. La novela de Julio Verne era
una inmejorable invitación a la literatura, pero algo me
detuvo; la epopeya en el hielo se impuso en mi imaginación
como un cataclismo excesivo; salí del libro como quien
sobrevive a un huracán.
Los momentos que cambian el curso de una vida son difíciles
de rastrear. Muchos años después, ante el pelotón de
fusilamiento o en el diván del psicoanalista, tratamos de
otorgarle una lógica a los actos que no obedecieron sino a un
profundo azar. Yo también he olvidado el nombre de la niña
maravillosa que en quince minutos de un recreo me describió
la belleza del mundo y me embarró su gelatina en la cara. Sin
embargo, como un raro privilegio de la memoria, recuerdo la
tarde en que mi vida cobró forma en las páginas de un
extraño autor sin apellido. José Agustín logró el rapto
predilecto de los escritores; ganar a alguien para la literatura:
el lector ideal es el que hasta ese momento no ha leído un libro
por gusto.
El verano de 1972 me encontró en las vacaciones entre la
secundaria y la preparatoria, en un planeta miserable donde
los Beatles se habían separado y el mejor equipo que jamás
salto a la cancha se convertía en el Atlético Español. Un
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infierno de
tardes eternas,
muchachas
inalcanzables,
calles que
conocía en
todas sus
cuarteaduras.
En aquel
marasmo, ocurrió el milagro: sonó el timbre y Jorge
Mondragón, cuyo nombre de guerra era El Chinchilín, entró
a mi casa ¡con un libro! Los ojos le brillaban como si
contemplara la legendaria jugada de pizarrón entre el Yuca
Peniche y el Morocho Dante Juárez. El ideal de Mallarmé se
consumó en la recámara: para
Jorge, el mundo se había
convertido en un libro: De perfil,
de José Agustín. No le hubiera
hecho caso de no ser porque
habló con un morbo fascinante.
Se quedó viendo la foto del
autor
y
dijo:
- Francamente no sé cómo le hizo
para ligarse a Queta Johnson.
De inmediato quise saber cómo le
hizo.
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Jorge y yo ignorábamos que se pudiera escribir ficción en
primera persona, leímos De perfil como trozo de vida. Con la
enorme vanidad de la adolescencia, la novela me gustó tanto
como si yo la hubiera escrito. ¿Cómo había hecho el autor
para conocer hasta mis tribulaciones más íntimas? El
protagonista no tenía nombre porque José Agustín quería
evitarme el quemón de que me reconocieran en la calle. La
novela transcurría en las vacaciones entre la secundaria y la
preparatoria y era demasiado semejante a mis días sin brújula.
Hasta ese momento decisivo yo creía que un romance era
“literario” si el beso lo daba un griego.
Durante esas vacaciones no hice más que leer De perfil. Fuera
de sus páginas todo me parecía ficción. Desde la ventana del
departamento veía las azoteas, los pájaros que volaban de
unas antenas de televisión a otras, y me preguntaba qué
estarían escribiendo en las casas de enfrente; de golpe
percibía mi colonia como una colmena de escritores, resultaba
inconcebible que alguien se dedicara a otra cosa, la realidad se
había vuelto un enorme pretexto para escribir
novelas.
En 23 años no he vuelto a leer el libro que decidió mi
vocación, pero no he perdido un detalle de su copioso mundo:
el dedo gordo-flaco de Queta Johnson, la mano de Violeta
que se retira cuando su marido trata de tocarla, el nacimiento
del protagonista en el capítulo final. Casi todas las
expresiones artísticas circulan en la orilla de la memoria; sólo
la literatura se hunde de lleno en el tiempo perdido: un libro
nos puede gustar más o menos al cabo de los años sin
Explicación: