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El primer paso, el fundamento de la fraternidad, es “dejarse amar” de Dios Amor. El nos ama primero y hasta el extremo, nos llena de su amor y nos envía a amar al prójimo. Encuentro a Dios conmigo. Abro el corazón al amor de Dios. Le agradezco su amor. Me comprometo a amarlo con todo. Para conocer y amar a mi hermano, necesito primero encontrarme con Dios y llenarme de su amor.
El segundo paso, reconocer y apreciar la presencia y acción de “Dios Amor en la otra persona”. Con la luz de la fe y con mi experiencia del amor de Dios, logro encontrar a Dios Amor, su presencia y su obra, en la otra persona. Me siento interpelado a reconocer a Dios y a servirlo en los hermanos más pequeños: lo que has hecho y lo que nos has hecho con ellos ..., conmigo lo hicisteis (Cf Mt 25). Reconozco la dignidad de la otra persona. Supero la tentación de una mirada materialista y utilitarista, la tentación de juzgar solo con medidas humanas y se me abre el espacio para una comunión fraterna. Encuentro y amo a Dios en el otro, para ser capaz de reconocer y amar en su amor al hermano. Vemos al otro como Dios lo ve. Reconozco que Dios está en él y lo ama mucho. Por ello, por amor a Dios, aprecio la otra persona, la respeto, sin hacer discriminaciones sociales, raciales, religiosas, etc.
El tercer paso, es reconocer y apreciar que somos de la misma familia de Dios, de la familia Iglesia. Tenemos el mismo Padre, la misma vida, vivimos en la misma familia. Desde el bautismo. ambos hemos participado de la misma vida de Dios y de la Iglesia, que es nuestra gran familia. Somos hermanos. Le pertenezco a él y él me pertenece. Entre nosotros hay vínculos de fraternidad que nos mueven a acercarnos al hermano, a vivir en comunión con él y a servirlo. Compartimos la vida, la Palabra, el amor de Dios. Compartimos nuestro discipulado y nuestra misión con Jesús.
El cuarto paso, es reconocer y apreciar que somos regalo de Dios para el hermano. Me abro a recibir a mi hermano como regalo de Dios. El es regalo de Dios para mí, con todo lo que es y con todo lo positivo que tiene (carismas, valores, bienes, etc). Abro espacio a mi hermano. Me abro a reconocer, a recibir, a apreciar, a aprovechar bien el regalo de Dios en mi hermano. Así supero la tentación de orgullo, autosuficiencia, encerramiento y egoísmo. Siento necesidad de lo que Dios me da a través de los hermanos y me abro con gratitud a recibirlo y a aprovecharlo.
El quinto paso, me lleva a darme como regalo de Dios para mi hermano. Concretamente, por amor a Dios y a mi hermano, paso a ayudarlo generosamente con todo lo que soy y con lo positivo que tengo. Lo ayudo a que sea, viva y progrese como Dios quiere y como él necesita ser, vivir y obrar, según su situación y misión. Paso de las palabras a la práctica del compartir fraterno. Este servicio al hermano lo ayuda y me ayuda. Yo crezco sirviendo. El trigo amontonado se pudre. El grano de trigo que se siembra da mucho fruto. Doy sin esperar que él me dé lo equivalente. Le comparto a mi hermano con el fin de que le sirva y de que él libremente le comparta a otros y, eventualmente a mí. Mi alegría está en ver progresar a mi hermano. Supero el sentido de competencia y de una justicia sin misericordia.
El sexto paso es el de unirnos para ir con mi hermano y con Jesús a servir a otros hermanos. Asumimos un compromiso de comunión y de servicio para ello. Todo el día y siempre, como luz del mundo y sal de la tierra, nos reconocemos enviados a hacer discípulos para Jesús. En comunión y participación con nuestra Diócesis, somos discípulos misioneros. Se trata de unirnos con el hermano para ir a evangelizar, conforme a nuestra misión. La comunión eclesial nos lanza a la misión. Asumimos unirnos en una tarea misionera común.
Séptimo paso, los ministros ordenados (Obispos, Presbíteros y Diáconos) nos recocemos, vivimos y nos ayudamos como doblemente hermanos. Nos esforzamos en vivir la fraternidad sacramental que Dios ha establecido entre nosotros por el Orden sagrado (Cf PO 8), con nuevos vínculos de caridad pastoral, íntima fraternidad sacramental y ministerio. Esto nos exige vivir una comunión más intensa y profunda, que nos lleve a la ayuda mutua concreta en la familia de los pastores, que es el Presbiterio diocesano. Es la vocación “a ser uno” (Cf Jn 17, 20), la comunión fraterna que se convierte en el espacio vital para nosotros mismos y en motor fundamental para la evangelización. Vivir una especial comunión y ayuda fraterna con los doblemente hermanos nos ayudará a reconciliarnos, a superar envidias y otras dificultades, a donarnos a ellos como regalos de Dios. Nos ayudará, también, a ejercer la corresponsabilidad pastoral en nuestro ministerio y a tener mayores y mejores frutos pastorales.
Explicación:
ESPERO Q TE SIRVA :)