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La revolución industrial cambio el paradigma del desarrollo tecnológico, que de un momento a otro se volvió un asunto de estado. Los grandes imperios coloniales vieron el potencial de favorecer la instalación de empresas privadas así como el desarrollo de paraestatales (empresas que operan parcial o totalmente con fondos del estado y persiguen los intereses del mismo) como fue el caso de las minas de Cumberland Inglaterra, que durante casi 2 siglos fueron las principales productoras de grafito del mundo, material esencial en la fundición de cañones y propiedad de la corona británica.[3] Durante aquella época, los gobiernos buscaban tener control sobre la industria armamentística y civil para asegurar ventajas tecnológicas sobre sus rivales, buscando generar monopolios:
· “la teoría de las ventajas monopolística afirma que la posesión de ventajas competitivas exclusivas es lo que determina que una empresa [u organización] pueda ostentar un cierto poder de monopolio y llevar a cabo inversiones productivas en el exterior para explotarlas, entre estas ventajas se incluyen los procesos tecnológicos; patentes; y marcas.[4]
Barajas, 2009.
La búsqueda es estas ventajas fue tal, que durante el periodo de la revolución industrial comienzan a aparecer convocatorias y premios auspiciados por el estado tales como el premio del emperador Napoleón[5] que culminaría en el desarrollo de la comida en conserva para las campañas militares. Se puede decir que las tecnologías prosperan y progresan donde se incentiven.
No necesariamente en forma de premios, si no más bien en forma de financiamientos, regímenes fiscales adecuados, infraestructura y educación. Países sin redes eléctricas confiables y mano de obra calificada difícilmente pueden desarrollar o recibir empresas de electrónicos, por ejemplo.
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