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En un ensayo crítico sobre la ‘nueva poesía guayaquileña’ (1916), Julio César Endara cuestionaba la incomprensión social que existía hacia los “jóvenes poetas”, al punto de “descargar una serie de calumnias […] sobre esos jóvenes liróforos que han comprendido el arte con tal intensidad que no pasan entre nosotros como aves raras y molestas”. 1 En esa línea se inscribe la promoción literaria de Renacimiento, revista guayaquileña que ve la luz en enero de 1916, con la finalidad de “hacer obra de cultura literaria en nuestro reducido campo intelectual”. 2 La noción de campo, en el sentido de una esfera autónoma con sus propias reglas que posibilite a estos literatos reproducirse socialmente, está presente aquí. Esta idea se refuerza cuando los directores de Renacimiento aclaran que el objetivo de la revista es “crear un medio disciplinario en materia de estética, que agrupe todas las vocaciones artísticas y recoja los valores literarios todos”; 3 es decir, se busca un espacio y marco referencial normativo para el ejercicio profesional del arte y la literatura, acogiendo la diversidad de actores y propuestas.
Pero la existencia de un campo cultural autónomo no es cortapisa para que estos literatos expresen, a su manera, un posicionamiento político y social. El rechazo que exhibían a los convencionalismos de una sociedad mojigata y colmada de apariencias les permitía posicionarse desde una actitud crítica, en términos de una “ética nueva”, más allá de las diferencias literarias que les separaban de la generación anterior: la de los poetas románticos.
La politicidad de los modernistas guayaquileños estaría ligada, por lo tanto, a la creación de espacios de intervención en la esfera pública, donde el libre ejercicio creativo es el fin que persiguen, a través de medios de difusión de sus ideas como son las revistas especializadas, en cuyas páginas se revela la existencia de comunidades de interpretación. A modo de ejemplo, la revista Renacimiento aparece como una especie de laboratorio de ideas para los poetas guayaquileños de inicios del siglo XX, donde también se vislumbra el ethos moderno que atraviesa y sostiene el proyecto estético de los modernistas. Allí, como en otras revistas literarias del periodo, se definen –con mayor o menor lucidez– los perímetros de un campo literario que está sentando sus mojones: en primer lugar, la invención de un lenguaje propio, con los horizontes metalingüísticos del modernismo; en segunda instancia, la existencia y reproducción de mecanismos de legitimidad donde la crítica literaria juega un papel fundamental y, finalmente, lo que Julio Ramos llama las “narrativas de legitimación” basadas en “la crítica a la modernidad”. 4
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