Los ves caminar por la gran ciudad con las manguitas cortas, el pelo duro y una mirada que solo responde a los estímulos del miedo. Atraviesan la puerta del café como sombras de sí mismos y, a lo sumo, te tocan el hombro o te ponen la mano abierta a la altura de la cara. La subinfancia cordobesa ha cambiado de sistema. Ya no vende aspirinas ni ofrece estampitas.
Tampoco saca a pasear la receta de la hermana internada en el San Roque. La subinfancia ya no habla. No protesta. No agradece. Su única preocupación evidente es que el mozo no les ponga la mano encima. Y es que hay veces que los mozos llaman a la policía. Y es que hay veces que los mozos los echan a patadas.
También los ves por las esquinas, deambulando. Algunos todavía llevan chupete. Mano de obra barata, inocente, manejable. Los menos inspirados luchan entre sí por abrir y cerrar las puertas de los taxis. Los más afortunados terminan reclutados por las mafias que manejan el kiosco de las esquinas, el parabrisas y el detergente. Córdoba no tiene mucho respeto por sus niños.
Los ves a medianoche, por Chacabuco, buscando algún lugar para ver la tele que hay en los bares. Cualquier lugar les viene bien. Tumbados en mitad de la vereda, subidos a un árbol, sentados sobre el techo de una chata. Ni se portan bien ni se portan mal. No meten ruido. No dicen nada. Ven a Tom y Jerry y no se ríen. Ven a Fito Páez y no cantan. Ven los goles del domingo y no se alegran. A veces les das un puñado de monedas y lo reciben como quien recibe un puñado de viento. Todo forma parte de un mismo endurecimiento, de una misma rutina deshumanizada.
Un día cualquiera se levantan hombres.
Y nunca más volvemos a verlos.
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