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Cuento
Hace muchos, muchos años, un gran señor llamado Bulá reconoció en el cielo signos nunca vistos. Anunciaban la llegada del más grande de los reyes que el mundo hubiera conocido. Asombrado por tanto poder, el rico señor decidió salir en su búsqueda con la intención de ponerse al servicio de aquel poderoso rey y así ganar un puesto de importancia en el futuro imperio.
Juntando todas sus riquezas, preparó una gran caravana y se dirigió hacia el lugar que indicaban sus signos. Pero no contaba aquel poderoso señor con que el camino era largo y duro.
Muchos de sus sirvientes cayeron enfermos, y él, señor bondadoso, se ocupó de ellos, gastando grandes riquezas en sabios y doctores. Cruzaron también zonas tan secas, que sus habitantes morían de hambre por decenas, y les permitió unirse a su viaje, proporcionándoles vestido y alimento. Encontró grupos de esclavos tan horriblemente maltratados que decidió comprar su libertad, constándole grandes sumas de oro y joyas. Los esclavos, agradecidos, también se unieron a Bulá.
Tan largo fue el viaje, y tantos los que terminaron formando aquella caravana, que cuando por fin llegaron a su destino, apenas guardaba ya algunas joyas, una pequeñísima parte de las que inicialmente había reservado como regalo para el gran rey. Bulá descubrió el último de los signos, una gran estrella brillante tras unas colinas, y se dirigió allí cargando sus últimas riquezas.
Camino hacia el palacio del gran rey se cruzó con muchos caminantes pero, al contrario de lo que esperaba, pocos eran gente noble y poderosa; la mayoría eran pastores, hortelanos y gente humilde. Viendo sus pies descalzos, y pensando que de poco servirían sus escasas riquezas a un rey tan poderoso, terminó por repartir entre aquellas gentes las últimas joyas que había guardado.
Definitivamente, sus planes se habían torcido del todo. Ya no podría siquiera pedir un puesto en el nuevo reino. Y pensó en dar media vuelta, pero había pasado por tantas dificultades para llegar hasta allí, que no quiso marcharse sin conocer al nuevo rey del mundo.
Así, continuó andando, sólo para comprobar que tras una curva el camino terminaba. No había rastro de palacios, soldados o caballos. Tan sólo podía verse, a un lado del camino, un pequeño establo donde una humilde familia trataba de protegerse del frío. Bulá, desanimado por haberse perdido de nuevo, se acercó al establo con la intención de preguntar a aquellas gentes si conocían la ruta hacia el palacio del nuevo rey.
- Traigo un mensaje para él- explicó mostrando un pergamino -. Me gustaría ponerme a su servicio y tener un puesto importante en su reino.
Todos sonrieron al oír aquello, especialmente un bebé recién nacido que reposaba en un pesebre. La mujer dijo, extendiendo la mano y tomando el mensaje:
- Deme el mensaje, yo lo conozco y se lo daré en persona.
Y acto seguido se lo dio al niño, que entre las risas de todos lo aplastó con sus manitas y se lo llevó a la boca, dejándolo inservible.
Bulá no sonrió ante aquella broma. Destrozado al ver que apenas tenía ya nada de cuanto un día llegó a poseer, cayó al suelo, llorando amargamente. Mientras lloraba, la mano del bebé tocó su pelo. El hombre levantó la cabeza y miró al niño. Estaba tranquilo y sonriente, y era en verdad un bebé tan precioso y alegre, que pronto olvidó sus penas y comenzó a juguetear con él.
Allí permaneció casi toda la noche el noble señor, acompañando a aquella humilde familia, contándoles las aventuras y peripecias de su viaje, y compartiendo con ellos lo poco que le quedaba. Cuando ya amanecía, se dispuso a marchar, saludando a todos y besando al niño. Este, sonriente como toda la noche, agarró el babeado pergamino y se lo pegó en la cara, haciendo reír a los presentes. Bulá tomó el pergamino y lo guardó como recuerdo de aquella agradable familia.
Al día siguiente inició el viaje de vuelta a su tierra. Y no fue hasta varios días después cuando, recordando la noche en el establo, encontró el pergamino entre sus ropas y volvió a abrirlo. Las babas del bebé no habían dejado rastro del mensaje original. Pero justo en aquel momento, mientras miraba el vacío papiro, finísimas gotas de agua y de oro llenaron el aire y se fueron posando lentamente en él. Y con lágrimas de felicidad rodando por las mejillas, Bulá pudo leer:
Explicación: