¿Cuáles son las pistas que sigue el investigador en los tres instrumentos de la muerte?​

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Respuesta dada por: roxanazambrano1983
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Respuesta:

El padre Brown es informado, para su sorpresa, del asesinato del amable Sir Aaron Armstrong. Las sospechas se ciernen en torno a las tres personas que vivían con él: su criado, su secretario y su hija. El propio sacerdote, junto al cuerpo policial, se ve envuelto en un razonamiento lógico que lo llevará al hallazgo de la verdad. Delicado, afilado y fascinante, G.K. Chesterton se exhibe con naturalidad en Los tres instrumentos de la muerte.

Los tres instrumentos de la muerte, un cuento de G.K. Chesterton

Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que «Sunny Jim» se había colgado, o que el pacífico «el señor Pick Wicks» de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.

La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.

Vivía por los rústicos alrededores de Hampstead, en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esas modernas torres tan prosaicas. La más estrecha de sus estrechas fachadas daba sobre la verde pendiente del camino férreo, y hasta la casa llegaban las trepidaciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él decía con turbulenta manera, no tenía nervios. Pero si a menudo el tren hacía trepidar la casa, aquella mañana se cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizo trepidar al tren.

La máquina disminuyó la velocidad, y finalmente, paró justamente frente al sitio en que un ángulo de la casa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Generalmente los mecanismos paran poco a poco, pero la causa viviente de aquella parada fue muy rápida. Un hombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir (como lo recordaron los testigos de la escena) el tenebroso detalle de los guantes negros, apareció en lo alto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las negras manos como un negro molino de viento. Esto no hubiera bastado siquiera para detener a un tren lentísimo. Pero de aquel hombre salió un grito que después todos repetían como si hubiera sido algo nuevo y sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamente claros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las palabras articuladas por aquel hombre fueron: «¡Un asesinato!»

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Respuesta dada por: Abrilmp
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se rodeó de instrumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólver de su amigo, el cuchillo. Royce entró casualmente, y, comprendiendo lo que pasaba, se apresuró a intervenir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató el revólver, y sin tener tiempo de sacar los cartuchos los descargó tiro a tiro contra el suelo. El suicida vio aún otra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por la ventana. El salvador hizo entonces lo único que podía: le dio alcance, y trató de atarle con la cuerda las manos y los pies. Entonces esa desdichada joven entró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató de libertar a su padre cortando la cuerda. Al principio no hizo más que rasguñar las muñecas a Royce, y ésa es toda la sangre que ha habido en este asunto. Porque supongo que ustedes habrán advertido que, aunque su puño dejó sangre en la cara del criado, no dejó la menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desmayada, logró cortar la cuerda que retenía a su padre, el cual salió lanzado por esa ventana rumbo a la eternidad.

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