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La caja ronca
Hace mucho tiempo en la ciudad de San Miguel de Ibarra vivían dos grandes amigos: Carlos y Manuel. Una mañana, el papá de Carlos les pidió que antes de ponerse a jugar, fueran a regar las plantas del jardín, puesto que hacía muchos días que no llovía y casi estaban por secarse.
Ellos accedieron, pero al final no cumplieron con esa labor, ya que se pusieron a correr por el campo. La noche cayó y fue entonces cuando Carlos se acordó de lo que le había pedido su padre.
– Está muy oscuro y tengo miedo. ¿Me acompañas Manuel a regar las plantas?
– Claro, vamos de una vez.
Antes de que se acercaran a la parte trasera de la casa, sitio en el que se encontraban las macetas que debían regar, empezaron a huir una serie de voces que pronunciaban palabras en otro idioma, de la misma forma que ocurre cuando la gente sale en una procesión.
Se ocultaron detrás de un árbol y pudieron ver que aquellos no eran seres humanos, sino criaturas que flotaban por el aire. A ninguno de ellos se les pudo ver el rostro, pues lo tenían cubierto con una capucha. Además, en una de sus manos portaban una vela larga apagada.
Luego de que pasaron los encapuchados, apareció una carroza guiada por un ente horripilante que tenía en la cabeza un par de afilados cuernos y dientes iguales a los de un lobo.
Fue en ese preciso momento, cuando Carlos recordó una leyenda ecuatoriana que le contaba su abuelo acerca de una “caja ronca“. La descripción que el anciano había hecho acerca de los seres que custodiaban este mítico objeto, era exactamente igual a las criaturas que acababan de ver.
El terror que sintieron hizo que de inmediato perdieran el conocimiento. Posteriormente cuando volvieron en sí, se percataron de que ahora ellos portaban también una vela larga de color blanco. Sólo que no era de cera sino de hueso de difunto.