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lo largo de su historia, nuestro país tuvo varios himnos nacionales que –por una u otra razón- terminaron en el olvido. El primero de que se tiene registro, por ejemplo, fue compuesto por José Torrescano en 1821, una vez consumada la Independencia, en honor a Agustín de Iturbide. Al año siguiente, el himno fue sustituido por una composición de José María Garmendía que también ensalzaba la figura de Iturbide, ahora emperador de México. Obviamente, cuando el régimen monárquico llegó a su fin y fue sustituido por un gobierno republicano, este himno fue desechado.
Así, en medio de las vicisitudes que se vivieron en México durante ese turbulento siglo XIX, varios himnos vieron la luz y desaparecieron uno tras otro al ritmo de las pugnas entre liberales y conservadores, según el bando al que perteneciera el gobierno en turno.
La difícil situación en que quedó México después de la invasión estadounidense (1846-1848), que incluyó la pérdida de más de la mitad del territorio nacional, pareció ser una razón más que poderosa para hacer un llamado a la creación de conciencia sobre la unidad nacional, por lo que entre 1849 y 1853 se registraron cuatro convocatorias para elegir un himno que unificara –de una vez por todas- a todos los mexicanos bajo un mismo “canto verdaderamente patriótico”, según las palabras del entonces presidente Antonio López de Santa Anna. Sin embargo, estas convocatorias fueron atendidas en su mayor parte por músicos y poetas extranjeros. Así, por ejemplo, la primera de ellas fue ganada por un músico austríaco y un poeta estadounidense (!), lo cual –como era de esperarse- no fue para nada del agrado del público. Luego siguieron las propuestas de un poeta cubano y varios músicos italianos, franceses y hasta un checo, todas las cuales lo único que hicieron fue engrosar las filas de himnos mexicanos desechados.