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En los tiempos de la Independencia la economía mexicana tenía muchos problemas. Durante la colonia las principales industrias que se desarrollaron fueron la minería, el azúcar y los textiles, ninguna de ellas bien adaptada para los cambios que ocurrían en la economía global. Sólo aquello que sirviera para la minería y el azúcar se le permitía desarrollarse por ser industrias extractivas importantes para la estrategia mercantilista del Imperio español. El fin de las guerras napoleónicas en Europa trajo consigo un periodo de expansión comercial e integración en los mercados globales (WIlliamson 1998, Williamson y O’Rourke, 2002).1 Esta integración favorece enormemente el avance de la Revolución industrial conforme los costos de transporte tuvieron reducciones dramáticas y puede pensarse como el inicio de la primera era de la globalización.
No obstante, la economía mexicana no fue capaz de aprovechar las ventajas de un mundo en proceso de integración. La política económica mercantilista de España con sus colonias no favoreció un gasto importante en infraestructura al interior del país ni el desarrollo de industrias que pudieran participar en la economía atlántica (Márquez, 2006, Gómez-Galvarriato, 2006).2 Peor aún, la economía mexicana no se encontraba integrada a su interior, era complicado mover la producción de bienes tierra adentro, por lo que no se desarrolló un mercado común, un problema que en cierta manera persiste hasta nuestros días. En el proceso para la aprobación de la constitución de 1824, parte de la negociación de los líderes regionales con la naciente república federal fue el control de las alcabalas (especie de aduanas internas donde se cobraban impuestos al comercio entre los estados), sumado a la geografía complicada del país, la falta de ríos navegables y la poca infraestructura en caminos hacia una economía donde los mercados no podían integrarse con facilidad.