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Entre los hechos que investigó el sabio Feng, ninguno más famoso que aquel que conocimos como “crimen del dragón”. por esa época un oráculo había revelado al emperador que el dragón protegería su estirpe durante mil años; esto despertó en el soberano un intempestiva afición por estas bestias fabulosas. Los dragones empezaron a repetirse en estatuillas y cortinados, en alfombras y vitrales, en sellos de lacre y en teatros de sombras. La Ciencia de los dragones floreció en todo el imperio, superando a la Botánica, a la Caligrafía y a la Lectura de los Cielos. Los mercados se llenaron de pícaros que vendían uñas, crestas, pestañas de dragón. Aparecieron numerosas escuelas de Filosofía que aseguraban saber la verdad sobre los dragones.
Desde luego, cada una de estas escuelas decía una cosa distinta. Que los dragones volaban, que nadaban, que eran diminutos como grillos, que eran semejantes a montañas, que habitaban los hielos, que viajaban al sol. El emperador, cansado de tanta variedad, hizo reunir en un palacio apartado, rodeado de jardines y estanques, a los cuatro grandes expertos de esta ciencia. Este palacio se llamaba Palacio de los Sabios, porque cada vez que había una gran discusión entre los consejeros del emperador, se usaba esta casa para conversar y meditar, lejos de las urgencias de la vida de la corte.
Los sabios eran Si Min, bien alimentado y siempre sonriente; T jinete mongol, que a ninguna parte iba sin su caballo; el pálido X, poco dado a las discusiones, y el ciego G, el m anciano y conversador. Durante todo un invierno los cuatro se reunieron y discutieron y pelearon. Sus doctrinas eran extensas y complicadas (por ejemplo, la obra “Las barbas del dragón”, de T, abarcaban seis libros, y todo eso para decir que los dragones no tienen barba) y no es conveniente anotarlas aquí. Bastará este resumen: Si Min sostenía que el dragón está recubierto por escamas de pez. El mongol T, por el contrario, lo imaginaba con plumas. sostenía que se alimentaba sólo de rosas; el ciego G decía que el
dragón era invisible, excepto para los ciegos. Al llegar la primavera, la discusión pareció darle la razón al ciego G Al fin y al cabo, quién podía refutar la teoría, si nadie nunca había visto a un dragón? El emperador visitó una sola vez el Palacio de los Sabios, conversó con los cuatro, y sugirió que era su favorito; le agradaba además el tono con que
hablaba, un poco burlón.
La desgracia ocurrió una semana después de la partida del emperador. Una noche cálida, luego de beber abundante vino, como hacía todas las noches, salió a dar un paseo. Al amanecer no había regresado, y los sirvientes salieron a buscarlo. Lo encontraron en el fondo de uno de los estanques, con los ojos abiertos.
El emperador envió al Delegado Imperial Lin para que se ocupara de la investigación, y este, a su vez llamó al sabio Feng. Tardó tres días en llegar al palacio, y un día en ser aceptado. Como siempre ocurría, los guardias lo confundían con un mendigo, a causa de sus pobres ropas. Conocían la fama de Feng, pero lo imaginaban vestido como un miembro de la familia real y acompañado por una corte de veinte sirvientes y cien soldados. El Delegado Imperial Lin tuvo que gritarles a los soldados: “¡I! Es el sabio Feng ¡Abran las puertas!”. Los perplejos guardias dejaron libre la entrada y saludaron con reverencias. ¿Dónde escondía aquel anciano de barbas blancas, bajo, sus vestiduras de gala y sus sirvientes y sus soldados?
Una vez que se ha imaginado algo, es difícil borrarlo del todo. En compañía del Delegado Imperial Lin, Feng visitó la sala de reuniones y escuchó con respeto las teorías sobre los dragones. Luego paseó por los jardines que rodean la casa. Feng quiso saber:
Explicación: