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Moños rojos y verdes
Moños rojos y verdes - Cuento de Navidad
Cierro los ojos y aún puedo ver a mi madre decorando la casa para la Navidad. Llegada esa época del año, un halo de luz la envolvía, un entusiasmo casi adolescente la invadía.
Era conmovedor cómo contemplaba las vidrieras adornadas, sus ojos adquirían un brillo que me sorprendía. Parecía una niña frente a la vidriera de una juguetería.
Todo en ella era entusiasmo. Armábamos el arbolito en familia, siempre bajo su supervisión. Yo observaba cómo nos miraba, con ese infinito amor y esa alegría que en cada Navidad me seguían sorprendiendo. Llenaba la casa de moños rojos y verdes, que ella misma confeccionaba y siempre encontraba un rincón nuevo donde colocarlos.
Hasta que todo cambió. Hoy la realidad es muy distinta. Era diciembre y, para mi madre, el reloj se había detenido, o mejor dicho, se había aletargado.
La contemplaba en su cama de terapia intensiva y no terminaba de entender por qué su cerebro le había jugado esa mala pasada. Un accidente cerebro vascular había pasado como un huracán, y no sabíamos cuánto de ella había quedado.
Los médicos informaron que la operación había sido difícil, pero confiaban en que todo saldría bien. Solo había que esperar que despertara de ese sueño suyo y esa pesadilla mía, tenía miedo, mucho miedo.
Nadie podía decirme a ciencia cierta cuándo despertaría y cómo, nadie podía decirme nada que me consolara y que me diera la seguridad de que se quedaría conmigo.
Ya era diciembre, y el huracán no le había dado tiempo para confeccionar sus amados moños verdes y rojos, y no pude ver en sus ojos ese entusiasmo que no había visto en otros jamás.
Algo debía hacer, además de rezar y no sabía qué. Estaba también yo detenida con ella, y la Navidad se acercaba.
El tiempo de visita era muy corto, casi inexistente, debía irme, la despedí con un beso, salí y comencé a caminar.
Era diciembre, y la vidrieras ofrecían ese maravilloso espectáculo que mi madre adoraba. Todo era dorado, rojo, blanco, verde, luminoso. Había duendes y renos de paño que parecían extrañar la mirada de mi madre.
Miré una y otra vez, y todo me remitía a ella, a sus ojos entusiastas, a sus gestos y a sus manos laboriosas que fabricaban esos moños verdes y rojos.
Tomé una decisión: si bien podía resultar una idea tonta y hasta ridícula, hice algo que creía a ella le iba a gustar.
Compré cintas rojas y verdes, y, con una torpeza propia, agravada por mi tristeza y mis nervios, elaboré los mejores moños que pude.
Adorné toda la casa, pensando en que tal vez ese gesto tan de ella obraría el milagro que yo necesitaba.
Era tiempo de Navidad, y dicen que, en esta época del año, el niño Dios reparte milagros por aquí y por allá.
Cuando terminé de decorar toda la casa, otra idea aún más loca cruzó mi mente.
Armé dos moños más con tanto amor y desesperación que, hasta creo, quedaron bonitos.
Aguardé la hora del segundo parte médico y pedí permiso para colgar los dos moños de su cama.
Me costó mucho convencer al médico de que no se trataba de embellecer la terapia para la época festiva, que era un símbolo, que era mi hora de devolverle todos los moños con los que ella había alegrado mis Navidades.
Finalmente, pude colocar un moño a cada costado de su cama y, sin importarme la cara con la que me miraban las pocas personas que circulaban por la terapia, me dispuse a esperar y seguí rezando.
Mamá despertó y, no solo eso, me reconoció, miró los moños y sonrió.
No puedo afirmar que los moños sean los responsables de su recuperación, seguramente, no es la explicación más lógica. Sí, en cambio, la pericia de los médicos que la operaron. No importa lo que yo pueda decir, ni lo que digan los otros. Importa lo que sé, y lo sé porque lo siento: uno de esos milagros que el Niño Dios salpica en Navidad tocó a mi madre…
¿Y los moños? Yo creo que los moños le mostraron al Niño el camino y, sin dudas, marcaron para siempre el mío.
Fin.