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Los riesgos de todo análisis de un texto son dos: el exceso y el defecto. En la primera dirección, el texto es superado, predomina una actitud que tiene que ver más con el método que con el objeto sobre el que el método se debería desarrollar; en la segunda, se trata de un más acá, sensación de no haber alcanzado lo esencial aunque lo esencial no sea un «significado» preciso. Tributo a las deficiencias de una práctica, el «trabajo crítico», que todavía carece de lugar en el espacio social. De ahí, seguramente, la fascinación que ejerce sobre el análisis textual el psicoanálisis; ya no es como antaño, cuando al advertir que la literatura manifestaba con más nitidez lo que el discurso psicótico velaba, el psicoanálisis se hacía por fuerza análisis textual; ahora es al revés: el psicoanálisis atrae porque ha logrado borrar, casi, la distancia entre su objeto y la metodología que el objeto necesitaría para hacerse ver, para permitir que se lo conozca; ha convertido en fundamento lo que antes, desde el remanente positivista, podía ser considerado como instrumento, como mero método. Si, por otro lado, analizar es determinar todo en un discurso, hasta lo irreductible que lo engendra, y si los textos son discursos, parece natural, indispensable, que lo que trata de conocerlos -hasta lo irreductible que los origina-, o sea el análisis textual, suponga que en el psicoanálisis hallará el camino.
Precisamente, en lo irreductible está el exceso y el defecto. De ahí que, aun aceptando la fascinación psicoanalítica como modelo de una unidad entre teoría y objeto (unidad que se manifiesta en una metodología ya no más eficazmente externa y superpuesta), el análisis textual, el trabajo crítico, deba volver a exigirse en su campo, deba higienizarse de ilusiones sobre lo que desde afuera de los textos podría eliminar la inquietante sensación de excederse, o bien la de no llegar.
Creo que ése es el «tema» cuando existe la propuesta de ocuparse de un texto para buscar en él. ¿Buscar qué? En términos generales su «secreto», lo que lo hace ser junto a otros textos que son porque su secreto es admitido, no desde luego develado; su develamiento -imposible- implicaría de algún modo su cese, el cese de su acción, que es lo que lleva a buscar en él. Pero no hay inquisición en lo «otro» que no sea también inquisición de sí; no hay análisis de un texto que no sea también análisis del análisis, no hay búsqueda de un secreto que no sea búsqueda de lo que permita indagar en el secreto. Se propondría, de este modo, y ante todo, una unidad en la cual dos producciones -la del texto y la de su análisis- mostrarían lo que pueden mostrar de sí.
Pero el secreto de un texto es lo que el texto nunca entregará. Para cubrir esa negativa -que se torna impotencia desde la crítica- nos arrojamos sobre él, lo tapamos desde afuera cubriéndolo, doblemente, puesto que el texto viene ya de por sí cubierto, o bien la imposibilidad nos traba, no llegamos a él, recorremos sus bordes acariciando sensualmente lo que además pide una penetración. Estamos, pues, mezclados, pues si lográramos develar su secreto lograríamos establecer la cifra de nuestro análisis, llegaríamos a dos «seres» que por ahora vivimos como no teniendo nada que ver uno con el otro, o bien como no pudiendo separarse uno del otro; pero por otro lado el «secreto» es indevelable, lo irreductible frena toda aspiración absoluta. Necesitamos, por lo tanto, saber en qué terreno nos movemos, desde dónde reconocemos lo irreductible, desde dónde postulamos un acercamiento a él.
Precisamente, en lo irreductible está el exceso y el defecto. De ahí que, aun aceptando la fascinación psicoanalítica como modelo de una unidad entre teoría y objeto (unidad que se manifiesta en una metodología ya no más eficazmente externa y superpuesta), el análisis textual, el trabajo crítico, deba volver a exigirse en su campo, deba higienizarse de ilusiones sobre lo que desde afuera de los textos podría eliminar la inquietante sensación de excederse, o bien la de no llegar.
Creo que ése es el «tema» cuando existe la propuesta de ocuparse de un texto para buscar en él. ¿Buscar qué? En términos generales su «secreto», lo que lo hace ser junto a otros textos que son porque su secreto es admitido, no desde luego develado; su develamiento -imposible- implicaría de algún modo su cese, el cese de su acción, que es lo que lleva a buscar en él. Pero no hay inquisición en lo «otro» que no sea también inquisición de sí; no hay análisis de un texto que no sea también análisis del análisis, no hay búsqueda de un secreto que no sea búsqueda de lo que permita indagar en el secreto. Se propondría, de este modo, y ante todo, una unidad en la cual dos producciones -la del texto y la de su análisis- mostrarían lo que pueden mostrar de sí.
Pero el secreto de un texto es lo que el texto nunca entregará. Para cubrir esa negativa -que se torna impotencia desde la crítica- nos arrojamos sobre él, lo tapamos desde afuera cubriéndolo, doblemente, puesto que el texto viene ya de por sí cubierto, o bien la imposibilidad nos traba, no llegamos a él, recorremos sus bordes acariciando sensualmente lo que además pide una penetración. Estamos, pues, mezclados, pues si lográramos develar su secreto lograríamos establecer la cifra de nuestro análisis, llegaríamos a dos «seres» que por ahora vivimos como no teniendo nada que ver uno con el otro, o bien como no pudiendo separarse uno del otro; pero por otro lado el «secreto» es indevelable, lo irreductible frena toda aspiración absoluta. Necesitamos, por lo tanto, saber en qué terreno nos movemos, desde dónde reconocemos lo irreductible, desde dónde postulamos un acercamiento a él.
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