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Con los objetos del espacio privado ocurrió lo mismo que con la indumentaria, incluso los más íntimos recibieron marcas públicas del ardor republicano. En las casas de los patriotas acomodados se podían encontrar “camas estilo Revolución” o “estilo Federación”, y las porcelanas y lozas eran decoradas con dibujos o viñetas republicanas. Las cajas de rapé, las palanganas, los espejos, todos los cofres e incluso los orinales se adornaban con escenas de las jornadas revolucionarias o con representaciones alegóricas; la Libertad, la Igualdad, la Prosperidad y la Victoria, todas ellas engalanaban los espacios privados de la burguesía republicana. Incluso en las paredes de los sastres y zapateros más modestos se podían encontrar calendarios revolucionarios con el nuevo sistema de medición del tiempo y las inevitables viñetas republicanas.
Los retratos de los héroes revolucionarios y de la Antigüedad o los cuadros históricos de los acontecimientos que llevaron a la fundación de la República no consiguieron, desde luego, remplazar por completo las tablas y grabados de la Virgen María y los santos, y no es posible asegurar que las actitudes populares experimentaran un cambio profundo durante este ensayo de educación política, pero no cabe duda de que la invasión del espacio privado por parte de los nuevos símbolos públicos constituyó un elemento esencial en la creación de una tradición revolucionaria, del mismo modo que todos los retratos de Bonaparte y las diversas representaciones de su victoria, colaboraron en la instauración del mito napoleónico. El cambio en la decoración del espacio privado tuvo consecuencias públicas de largo alcance gracias a la voluntad politizadora del mando revolucionario y sus seguidores.
[…]Los símbolos de lo íntimo y lo familiar lograron desarrollar un notable poder político (y, por tanto, público) en este periodo de confusión entre lo público y lo privado. El emblema de la República, la diosa romana de la Libertad, solía tener en los sellos, estatuas y retratos oficiales una expresión abstraída y lejana, pero en muchas otras representaciones adquiría la familiaridad de una joven muchacha o madre y pronto fue conocida, primero en broma y posteriormente con cariño, como Marianne, el nombre femenino más común. La mujer y la madre, tan desprovistas de cualquier derecho político, podían, sin embargo (¿o quizá por esta razón?), convertirse en los emblemas de la nueva República. Incluso Napoleón llegó a representarse a sí mismo, en 1799, salvándola del abismo de discordia y división. El poder, para ser efectivo, debía inspirar afecto, y por ello en ocasiones debía descender al nivel de lo familiar.
La iconografía y los discursos políticos de la década revolucionaria narraba una historia familiar. Al comienzo, el rey era el padre benévolo que iba a reconocer los problemas del reino y a solucionarlos con la ayuda de sus hijos, que acababa de alcanzar la edad adulta (los diputados del Tercer Estado, sobre todo). Cuando intentó huir del país, en junio de 1791, resultó imposible mantener esta línea argumental: los hijos, ahora más radicales, exigían cambios básicos y finalmente llegaron a reclamar la sustitución del padre. La necesidad de eliminar al padre tiránico se completó entonces con un ataque violento dirigido contra la mujer que nunca había conseguido representar con éxito el papel de la madre: la tan explotada condición adúltera de María Antonieta era un insulto a la nación que, en cierto sentido, fue utilizado para justificar su terrible fin.
El puesto de la pareja real en la nueva matriz familiar de poder fue ocupado por la fraternidad de los revolucionarios que protegían a sus débiles hermanas, La Libertad y la Igualdad. En las nuevas representaciones de la República no aparece nunca un padre y las madres, si se exceptúan las más jóvenes, tampoco suelen estar presentes: era ésta una familia cuyos padres habían desaparecido. Sólo quedaban los hermanos, responsables de la creación de un mundo nuevo y de la protección de sus hermanas, que se habían quedado huérfanas. En ciertas ocasiones, sobre todo entre 1792 y 1793, a las hermanas se les adjudicó el papel de las defensoras activas de la República, pero en general eran representadas como seres necesitados de protección. La República era chérie, pero dependía del apoyo del pueblo, una formidable fuerza masculina