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Mi hijo se llama Jorge Hernández y tiene nueve años. El lunes 15 de julio comenzó su campamento urbano, junto con sus tres primos y al igual que muchísimos otros niños. Este año hemos optado por un campamento que incluye fútbol y piscina como actividades principales.
En este campamento la actividad de fútbol la realizan todos los niños en el mismo lugar, en Villalba, mientras que para la segunda actividad, la piscina, se hacen grupos que se dirigen a varios pueblos del entorno.
Al grupo de mi hijo y de sus primos les corresponde quedarse en Villalba, pero debido a un error de coordinación, ese día acabaron los cuatro en el autobús que lleva a los niños a la piscina de Guadarrama. Cuando los organizadores del campamento se percataron del error, decidieron que, para que los niños no perdieran la actividad acuática, disfrutaran de la piscina de ese pueblo antes de traerlos de vuelta a Villalba para la comida.
Este lunes, cuando le preguntamos a los chiquitines por la jornada, no estuvieron excesivamente comunicativos, quizás llevados por cierto sentido de culpabilidad por haberse colado en un autobús que no les tocaba, responsabilidad que dicho sea de paso no les corresponde. Pero este martes, día 16 de julio, parecían mucho más abiertos a contar cosillas y al parecer habían disfrutado bastante de su segunda jornada en el campamento.
El caso es que de camino a la piscina de nuestra urbanización, por la tarde, mientras seguía preguntando a Jorge por su jornada, me dijo: “Ayer, en la piscina de Guadarrama, salvé a un niño de ahogarse”. En ese momento dos vecinos que llevábamos detrás se quedaron tan enganchados como yo al relato del chiquitín, que prosiguió: “Yo estaba nadando en lo hondo y vi como un niño pequeñito, que no sabía nadar, se tiraba al agua, sin flotador ni nada, y sin ningún mayor con él y no vi tampoco al socorrista. Entonces nadé hacia él y, agarrándole con los brazos y nadando de espaldas, sólo con los pies, llegué hasta el bordillo de la piscina, al que me agarré con un brazo, mientras sujetaba al niño con el otro”.
En ese momento miré hacia atrás a mis vecinos y me percaté que estaban tan alucinados como yo con el relato. Luego Jorge comentó que llegaron los padres del niño y se lo llevaron.
Mi chiquitín suele fantasear, pero en esos casos siempre inicia sus frases con un “te imaginas que…” Sin embargo en este caso relató los hechos en primera persona, tan detallados como los he descrito, por lo que me resultan bastante reales y creíbles, aunque no tengo forma ahora mismo de corroborar que esos hechos son ciertos al cien por cien.
Independientemente del hecho que podría tratarse de un hecho heroico en todos los sentidos en un niño de nueve años, y que me pone la piel de gallina, aunque ese rescate hubiera acontecido a escaso medio metro del borde de la piscina, también me resulta inevitable especular, de ser ciertos esos hechos, sobre qué hubiera podido pasar si esa mañana el destino no hubiera llevado a los chiquitines a montarse en el autobús equivocado.
El destino, burlón, a veces guarda sorpresas inesperadas. Tan es así que llegas a preguntarte si estaba en cierta manera predestinado que los niños se subieran a un autobús en el que no debían estar, para que otro chiquitín, desconocido, pueda seguir disfrutando de sus padres, juguetes, etc… Estas cosas estremecen.
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