un Resumen de
La leyenda de La calle del indio triste
¡Sí! La gente lo decía. ¡Siempre allí! ¡Siempre! ¡Siempre sentado sobre la tierra y recargado en la pared de aquella casona! De noche o de día su figura encorvada parecía incansable. ¡Qué triste! Muchos comentaban: ¡Cuánta pesadumbre! ¡Cuán grande soledad se adivinaba en la melancolía de sus ojos! Y ninguno lo entendía quizás. Desde que Tenochtitlan había caído en poder de los invasores y sobre sus ruinas, con sus propias ruinas, se había levantado la nueva arquitectura de México, Capital del Virreinato de la Nueva España, siempre se le había visto allí, envejeciendo junto con el recuerdo que su mirada juvenil le había tatuado en la mente: Tlatelolco, agosto, 1521. Y que ahora, piel ya rugosa por los años, quizás sesenta, ochenta tal vez, conservaba como un fresco mural recién pintado. Su llanto angustioso de apenas niño, de adolescente casi, de nada había servido para evitar la destrucción. Había visto cómo los bárbaros arrasaban con sus armas brutales y su ambición despiadada los símbolos del Teotl, la energía creadora. Había contemplado caer muerto a su padre. Había escuchado los gritos aterrados de sus mamacitas: ¡Piedad! Mas todo había sido destruido. Luego confusión, oscuridad, lágrimas, hambre y sin explicárselo bien, aquella agua fría sobre su cabeza y aquel hombre vestido de café hasta los pies diciéndole algo en extraña lengua y un soldado popoloca que le obligaba a besar, daga amenazante en mano, a quien decían era un verdadero dios. Desde esa época muy poco quedaba ya de la grandiosa ciudad de sus abuelos; sólo recuerdos, borrosos recuerdos de una antigua felicidad... (sus papacitos del calpulli, la casa que florece para todos, trabajando unidos para fomentar la creatividad y la evolución del Teotl. Y las sementeras llenas de flores, de hortalizas. Y los cantares colectivos de los laboriosos agricultores. Y su madre y todas sus mamacitas preparando el sostenimiento de los que trabajan). Pero ahora todo era tristeza. A los que eran como él, les nombraban "indios" y los hacían esclavos y la voluntad de vivir se iba. Su pueblo, los suyos, que en dos siglos habían construido una esplendorosa ciudad para que reviviera la grandeza astronómica de la legendaria Teotihuacan y prosiguiera con la labor del Teotl de los antiguos nahuatlacos desaparecidos hacía más de diez mil años en una catástrofe increíble, se hallaba humillado, oprimido por quienes fingiéndose en un principio amigos, teules, lo habían destrozado todo, ¡todo!, sin respetar la creativad esencial del Teotl. Y las costumbres de los invasores se extendieron... Cuauhtzin, dicen que era su nombre, desde ese día se vistió de una profunda tristeza, tanta que jamás nadie lo vio sonreír. Vagó durante algún tiempo por diversos barrios de la naciente nueva ciudad, como perdido, hasta que pareció encontrar lo que buscaba, un lugar... Ahora, casas a la usanza castellana se levantaban con las mismas piedras que habían servido a los Teocallis, casas para la meditación creadora, y de éstos, nada quedaba. Y allí se sentó y permaneció toda su vida, no obstante los menosprecios y los insultos que se acostumbró a no entender. ¡Indio taimado! ¡Indio holgazán! ¡Indio ladino! ¡Indio borracho! ¡Indio ignorante! A veces lo quitaban a la fuerza de este sitio, su sitio, pero luego volvía a su calle para recordar y fomentar su tristeza.
—Don Pedro vive en la calle del Indio triste.
—¿Vieron ya la casa que se construyó Doña Marina en la calle del Indio triste?
—Comenzaron a ubicar el lugar por el siempre presente personaje y pronto se convirtió en un punto de referencia para los habitantes de la ciudad.
Una mañana, dicen, en el rincón donde nunca dejaba de verse al hombre triste, encontraron una estatua igual al indio, en la misma postura, con semejante gesto y todos dijeron: ¡Se volvió piedra! ¡Se volvió piedra! De boca en boca circuló el rumor. Y la noticia se arremolinó en asombros y en incrédulas miradas. Hubo en varios temor y remordimientos... Nadie supo cómo, pero la imaginación y la fantasía acrecentaron la leyenda. Y la calle se llamó desde entonces y hasta hace poco en que le cambiaron el nombre: Lacalle del Indio triste.
pd: doy corona
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Los relatos dan cuenta de un indio harapiento que malvivía, con la cabeza hundida entre los brazos y “como estatua muda”, en la calle que cruza a un lado del antiguo Palacio de Axayácatl, hoy Correo Mayor. Las versiones coinciden en que el hombre fue un descendiente de los antiguos nobles aztecas.
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