• Asignatura: Castellano
  • Autor: LadyPhantomhive
  • hace 9 años

un cuneto corto de terror en tersera persona

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Respuesta dada por: SoolSk
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Hola!

Hasta que salía de los ojos una mezcla de embrujo y alquimia, sortilegio oscuro para el dios Tariacuri, hasta que los negros y grises teñían las montañas mexicanas de Tenochtitlán, hasta que la tinta manaba como una savia oscura del corazón malherido de la deidad, la niña Aurorita, olvidada de colores y sol, iba dibujando un paisaje sinuoso en el que siempre rotulaba un nombre: Cumiechúcuaro o región de los muertos. Por doquier manos desencajadas, piernas gangrenadas, cintos y látigos bordeando la lámina como una cenefa que brotara del terror. 

Hacía poco que la niña Aurorita iba a la escuela. Desde que nació había llevado una vida trashumante, deambulando con su padre por todo México, ofreciendo cacharros y ****ñas de buhonero a las mujeres que salían a su encuentro. Ahorita vivía en una casa, situada en un barrio humilde de la capital. La maestra Lupita se dio cuenta de que algo pasaba. El aspecto de la niña era desaliñado, se sentaba siempre en el último banco, y allí junto a la ventana, clavaba sus ojos en los árboles desmedrados del patio. En clase estaba como ausente, no jugaba con sus compañeros, permanecía siempre aislada y silenciosa, haciendo siempre el mismo dibujo sin colores vivos, dibujos como la producción de un mundo agresivo y deshumanizado. 

-¿Y mamita? 

-No tengo mamita, doña Lupe. 

-¿Por qué vistes de esa manera? 

-No tengo dinero para comprarme ropa nueva. ¡Hasta luego, maestrita! 

La niña salió corriendo, esquivando el interrogatorio de la maestra. Al llegar a casa Aurorita encontró a su padre, echado sobre la mesa, ante una botella de charanda y otra de tequila. Tenía el hombre las misierucas y roñas propios de una condición rebelde que mojaba en abundante alcohol. Su faz estaba llena de cacarañas y los ojos, veteados de ramalazos rojos, flotaban en una linfa acuosa y amarillenta dando a su mirada el carácter ruin de los borrachos. Desde que había abandonado su oficio de buhonero, no hacía más que beber buscando cobardemente el olvido de la mujer a la que había amado y perdido en el parto de Aurorita. Consumía esperanzas, fumaba gregarismos, su lenguaje entre leguleyo y vulgar denotaba su hastío y flaqueza. 

-¡Aurorita! ¡Aurorita! Ven a platicar conmigo, chamacona. 

-Papito, ¿sabes que la maestra Lupita no quiere que vaya a la escuela con este vestido descolorido y harapiento?. 

-Tienes ya once años, Lupita, tienes edad para defenderte de alimañas como esas. 

Pero tú tan desobediente como siempre, ¡ojalá nunca hubieras nacido!, eres la culpable de que muriera tu madre. 

La niña no rehuyó las miradas como había hecho otras veces y abordó a su padre nuevamente: 

-La maestra Lupita me ha dicho que yo no tengo la culpa de nada. 

-¿Entonces por qué murió tu madre? ¡contesta!. 

-Murió porque se puso enferma, yo no tengo la culpa. 

-¿Enferma dices? ¿enferma?, tú la hiciste enfermar. Yo no quería hijos pero ella se empeñó, y llegaste tú, mala pécora, arrebatándomela para siempre. 

-¡La maestra dice que yo no tuve la culpa!. 

-¡No me grites! Voy a enseñarte lo que esa ***** no hace, voy a enseñarte normas de comportamiento y buenos modales, renacuajo. 

El papito se quitó el cinto y golpeó a Aurorita hasta dejarle marcada la espalda. Como siempre hacía después de la paliza, la niña se encerró en su pieza y comenzó a dibujar el Cumiechúcuaro. Negros. Grises. Dioses con lengua de serpiente. Manos blandiendo espadas. Cuerpos perforados. 

Después de acabar la botella de tequila el papito empezó a golpear con los puños la puerta de la recámara diciendo: 

-¡Sal de ahí y prepara la cena que para eso eres una mujer!. 

La niña se acurrucó tras las cortinas. 

-¡Qué salgas, chica!. 

Tan violentas fueron las embestidas que la puerta cedió abriéndose de par en par. 

-¿Dónde estás, charra? 

Aurorita siguió agazapada tras las cortinas como un animal enfermo. Cuando el hombre la encontró, la agarró por la trenza y la obligó a salir de la recámara.

-¡Prepara la cena ahorita mismo! 

La niña entró en la cocina y sin que su padre la viera saltó por la ventana que daba a un descampado seco y polvoriento. Corrió hasta llegar a casa de la maestra. 

-Maestra, Lupita, mi papacito me pega. 

Lupita le desabotonó el vestido y vio la espalda amoratada. Con sumo cuidado le fue bizmando las heridas, le enjugó el rostro, le puso un huipil limpio , y la acunó en su regazo como un bebé. 
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