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Microcosmos VI
Cuando escuchamos el mensaje por la radio no pudimos creerlo. Decía que María Teresa Porras había muerto. Decía que confortada con los Santos Sacramentos y que sus funerales se oficiarían al día siguiente.
Nosotros nos organizamos tan rápido como nos fue posible: decidimos que Alberto iría a la provincia para consolar a Miguel, que con ésta era la segunda vez que enviudaba, y decidimos que a mí me correspondería decirle lo que había sucedido a la madre de Teresa.
Fui esa misma tarde a la casita vieja y, como pude, le hice saber que su hija había muerto. A la anciana le tembló la quijada, se le desencajó el rostro y cayó de bruces. La llevé al hospital en un taxi que sonaba su bocina para que los autos nos abrieran paso, mientras la anciana, sobre mis regazos, gemía y retorcía su cuerpo.
Cuando los médicos la estaban atendiendo decidí llamar a la casa para enterarme de las novedades, y entonces fue cuando me dijeron que no, que era broma, que hoy era el cumpleaños de Teresa y que habían decidido jugarnos esa broma porque lo habíamos olvidado. Y voy a protestar, estoy cansado de que me elijan siempre para estas cosas. No seré yo quien le diga a Teresa que su madre acaba de morir. No seré yo. No y no.
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