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La conceptualización y categorización del renacimiento ha constituido hasta hace pocos años una viva polémica en la historiografía occidental. Mientras la discusión sobre la posible existencia de un renacimiento europeo o la restricción de este fenómeno a la Península Itálica parece haberse zanjado definitivamente con la definición de los diferentes modelos nacionales de renacimiento, quedan aún facetas en las que la crítica no se ha pronunciado definitivamente. A las fundamentales derivaciones interdisciplinares se unen las numerosas variantes que en la configuración del período introduce su carácter ampliamente europeo y las marcadas diferencias que configuran los renacimientos nacionales, por lo que no resulta hiperbólica la afirmación de que «hay tantos Renacimientos como historiadores suyos»1.
Frente a la consideración del renacimiento como una constante histórica que recurre con características paralelas en la corte carolingia, en el período otomano, en el siglo XII ligado a la renovación del derecho romano y en el Quattrocento italiano2, algunos autores mantienen la negación de la existencia del renacimiento, tal como plantea Lynn Thorndike3. Alterado el mecanismo de significación que une un término a una designación única, se impone la necesidad de una delimitación precisa de lo designado por «renacimiento» y de los rasgos que lo distinguen y lo definen como tal. Una de las vías puede ser la de seguir el camino que, a lo largo de los siglos, ha recorrido el concepto.
Explicación:
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Quien no conoce su historia está destinado a repetirla. A lo largo de los años, lo cierto es que la energía facilitó el desarrollo de la humanidad.
Primero fue el fuego, el cual propició la cocción de los alimentos y con ello, a los homínidos les creció el cerebro. Esto fue determinante en el desarrollo de tecnología que terminó por posicionar al ser humano como el gran depredador del planeta.
Ya viviendo en esquemas de civilización, el ser humano echó mano del viento y el agua como fuentes de energía para producir sus alimentos. Los excedentes se podían almacenar, pero también comerciar con otros pueblos, lo cual sentó las primeras bases de la economía.
El descubrimiento del carbón, el primer combustible fósil al que se tuvo acceso, transformaría a la humanidad. Permitió la industrialización y con ella, un nuevo modo de convivir en sociedad.
Más tarde, la gasolina movería el transporte de mercancías y pasajeros gracias a la invención del motor de combustión interna y la corriente alterna posibilitó iluminar y dar calor a las ciudades, transformando la vida cotidiana de millones de personas.
En un principio, los combustibles fósiles favorecieron el desarrollo económico y con él vendría una masificación de los servicios públicos de educación y salud.