Doy corona
¿Que ideas y conceptos expresadas por james warson se reflejan en las propuestas por ustedes en la metafora del "libro de la vida"?
Respuestas
Respuesta:
Cavendish de la Universidad de Cambridge antes que Francis Crick. Tenía una buena razón para
levantarme temprano. Sabía que estábamos cerca —aunque no tenía ni idea de cuánto— de descifrar
la estructura de una molécula poco conocida llamada ácido desoxirribonucleico: ADN. No era una
molécula más: tal como Crick y yo estimábamos, el es la estructura química que contiene la mismísima
clave de la naturaleza de la materia viva. Almacena la información hereditaria que se transmite de una
generación a la siguiente y organiza el universo increíblemente complejo de la célula. Descifrar su
estructura tridimensional —la arquitectura de la molécula— proporcionaría, eso esperábamos, un
indicio de aquello a lo que Crick se refería medio en broma como «el secreto de la vida».
Ya sabíamos que las moléculas de ADN constaban de múltiples copias de una única unidad básica, el
nucleótido, que se presenta en cuatro formas: adenina (A), timina (T), guanina (G) y citosina (C).
Había pasado la tarde anterior haciendo recortes en cartulina de estos componentes y ahora, una
tranquila mañana de sábado sin nadie que me molestara, podía entremezclar y disponer al azar las
piezas del rompecabezas tridimensional. ¿Cómo iban a encajar todas juntas? Enseguida me di cuenta
de que un simple esquema de emparejamientos funcionaba a la perfección: A encajaba limpiamente
con T y G con C. ¿Se trataba de esto? ¿Constaba la molécula de dos cadenas unidas entre sí por pares
A-T y G-C? Era tan sencillo y hermoso que casi tenía que ser cierto. Pero había cometido errores
anteriormente y, antes de que pudiera emocionarme demasiado, mi esquema de emparejamientos
tendría que sobrevivir al examen minucioso del ojo crítico de Crick. Fue una espera angustiosa. Pero
no tendría que haberme preocupado: Crick comprendió inmediatamente que mi idea de los
emparejamientos insinuaba una estructura de doble hélice, en la que las dos cadenas moleculares
giraban en direcciones opuestas. Todo lo que se sabía acerca del ADN y sus propiedades —los hechos
con los que habíamos estado luchando mientras tratábamos de resolver el problema— cobraba sentido
a la luz de esas encantadoras espirales complementarias. Lo más importante fue que la forma en que
la molécula estaba organizada sugirió al momento soluciones a dos de los misterios más antiguos de la
biología: cómo se almacena la información hereditaria y cómo se replica. A pesar de esto, el alarde de
Crick en el Eagle, la taberna donde comíamos habitualmente, de que en efecto habíamos descubierto
el «secreto de la vida», me pareció en cierto modo una falta de modestia, sobre todo en Inglaterra,
donde no darse importancia constituye una forma de vida.
Sin embargo, Crick estaba en lo cierto. Nuestro descubrimiento puso fin a un debate tan antiguo como
la especie humana. ¿Tiene la vida una cierta esencia mágica y mística o es el resultado, como
cualquier reacción química realizada en una clase de ciencias, de procesos físicos y químicos normales?
¿Hay algo divino en el fundamento de una célula que la vivifica? La doble hélice respondió a esa
pregunta con un no definitivo.
Para mediados de la década de 1960, habíamos averiguado los mecanismos básicos de la célula y
sabíamos cómo el alfabeto de cuatro letras de la secuencia del ADN se traducía, por mediación del
«código genético», en el alfabeto de veinte letras de las proteínas. El siguiente momento explosivo en
el desarrollo de la nueva ciencia llegó en la década siguiente, cuando se introdujeron las técnicas para
la manipulación del ADN y la lectura de sus secuencias de pares de bases. Ya no estábamos
condenados a observar la naturaleza desde la barrera, sino que en realidad podíamos juguetear con el
ADN de los organismos vivos y leer el guión básico de la vida. Se abrieron nuevas y extraordinarias
perspectivas científicas: al fin afrontaríamos las enfermedades genéticas, de la fibrosis quística al
cáncer; revolucionaríamos la justicia criminal mediante métodos de análisis de huellas genéticas;
revisaríamos exhaustivamente las ideas sobre los orígenes del hombre —quiénes somos y de dónde
venimos—, abordando la prehistoria con métodos basados en el ADN; y mejoraríamos especies de
importancia agrícola con una eficacia con la que hasta ese momento solo habíamos soñado.
El ADN ha recorrido un largo trayecto desde aquella mañana de sábado en Cambridge. Sin embargo,
también está claro que la ciencia de la biología molecular —lo que el ADN puede hacer por nosotros—
tiene aún mucho camino por recorrer. Todavía hay que curar el cáncer; todavía hay que perfeccionar la
eficacia de las terapias génicas destinadas a curar las enfermedades genéticas; todavía la ingeniería
genética tiene que hacer realidad su fenomenal potencial para mejorar nuestros alimentos. Todo esto
llegará. Los primeros cincuenta años de la revolución de