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Guerrero fue el último comandante de la insurgencia y, con una perseverancia como la de sus antiguos jefes –Morelos, Galeana y Matamoros–, durante los años más difíciles mantuvo la radical exigencia de la separación de España. Es conocida su férrea voluntad, como la mostrada en el episodio del 5 de noviembre de 1819, cuando rechazó ante su propio padre el indulto ofrecido por el virrey Juan Ruiz de Apodaca, diciendo “La patria es primero”.
En 1820, con enorme inteligencia política, abrió la comunicación con Iturbide y aceptó su propuesta para pacificar el país y dar los primeros pasos hacia la independencia; en septiembre de 1821 el Ejército Trigarante ocupó la Ciudad de México. Colaboró en los gobiernos de Iturbide y Guadalupe Victoria, y en 1829, rodeado de sus amigos de la masonería yorkina, ocupó la presidencia de la República entre las protestas de la élite española, ya que Guerrero no era español ni indígena, sino uno de las “castas”, con ancestros africanos.
En los ocho meses de su gobierno enfrentó numerosos problemas, entre ellos el intento de reconquista por los españoles en Tampico, así como una fuerte oposición de la prensa y otros sectores que alentaron la rebelión dirigida por el vicepresidente Anastasio Bustamante, quien fue apoyado por Santa Anna y Lucas Alamán. La defección del cuartel de la Ciudad de México obligó al Congreso a desconocer al presidente, al que declaró imposibilitado para gobernar y, de ese modo, Guerrero se convirtió en prófugo de la ley y fue perseguido hasta las sierras del sur, donde se había refugiado.