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El capitan Llovet era el vecino más importantedel Cabañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas,rectas y ardientes de sol. La gente de Valencia que veraneaba allí miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo que sombraba la puerta de su casa. Cuarenta años a la intemperie, en la cubierta de un buque, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos y, exclavo del reúma, permanecía en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de un hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitan Llovet, la leyenda sombría que flotaba entorno a su nombre. Había pasado su vida continua en lucha con La Marina Real inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famoso bergantín repleto de carne negra que transportaba desde la costa de Guinea de las Antillas. Audaz y de una frialdad inalterable, jamás le vieron vacilar sus marineros.
Una mañana lluviosa, el capitan vio correr gente hacia el mar, y allá fue, contestando con gruñidos a la familia que le hablaba de su reúma. Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos entre los que hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.
Una barca desarbolada iba como pelota de ola en ola hacia la siniestra punta. La gente gritaba en la playa viendo a los tripulantes tendidos en la cubierta, anonadados por la proximidad de la muerte, se hablaba de ir hasta la barca, de echar un cabo, de atraerla a la playa; pero los más audaces, mirando las olas que se desplomaban, se cayaban atemorizados. La barca que saliera daría la voltereta antes de mover un remo.
- A ver: ¡gente que me siga! Hay que salbar a esos pobres.
Era la voz ruda e imperiosa del capitán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el peligro. Las mujeres le miraban asombradas, los hombres retrocedían formando ancho corro y él prorrumpió en juramentos, agitando sus manos como si se fueran a cerrar a golpes con toda la chusma. Le enfurecía el silencio de aquella gente como si estuviera ante una tripulación insubordinada.
- ¿Desde cuándo el capitán Llovet no encuentra hombres que le sigan al mar?
- Presente, captán-gritaron a un tiempo unas cuantas voces temblonas.
Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco viejos, cinco esqueletos roidos por el mar y las tempestades, antiguos marineros del capitán Llovet, arrastrados por la subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo.
Los lobos de mar se abrieron paso para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado por la rabia, sólo consiguieron que la barca se deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la mochedumbre protestaba contra su locura y cayó sobre ellos.
- ¡Dejádme, cobardes! ¡Al que me toque lo mato!-rugió el capitán LLovet.
Pero por primera vez, aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano sobre él, le sujetaron como a un loco, sordos a sus súplicas, indiferentes a sus maldiciones.
La barca, abandonada a todo auxilio, corría a la muerte, dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima a los peñascos, ya iba a estrellarse entre torbellinos de espuma; y aquel hombre, que tanto había despreciado la vida del semejante y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, se revolvía furioso, sujeto por cien manos, blasfemando porque no le dejaban arriesgar la existencia socorriendo a unos desconocidos; hasta que, agotadas sus fuerzas, acabó llorando como un niño.
Una mañana lluviosa, el capitan vio correr gente hacia el mar, y allá fue, contestando con gruñidos a la familia que le hablaba de su reúma. Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos entre los que hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.
Una barca desarbolada iba como pelota de ola en ola hacia la siniestra punta. La gente gritaba en la playa viendo a los tripulantes tendidos en la cubierta, anonadados por la proximidad de la muerte, se hablaba de ir hasta la barca, de echar un cabo, de atraerla a la playa; pero los más audaces, mirando las olas que se desplomaban, se cayaban atemorizados. La barca que saliera daría la voltereta antes de mover un remo.
- A ver: ¡gente que me siga! Hay que salbar a esos pobres.
Era la voz ruda e imperiosa del capitán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el peligro. Las mujeres le miraban asombradas, los hombres retrocedían formando ancho corro y él prorrumpió en juramentos, agitando sus manos como si se fueran a cerrar a golpes con toda la chusma. Le enfurecía el silencio de aquella gente como si estuviera ante una tripulación insubordinada.
- ¿Desde cuándo el capitán Llovet no encuentra hombres que le sigan al mar?
- Presente, captán-gritaron a un tiempo unas cuantas voces temblonas.
Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco viejos, cinco esqueletos roidos por el mar y las tempestades, antiguos marineros del capitán Llovet, arrastrados por la subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Era la vieja guardia corriendo a morir junto a su ídolo.
Los lobos de mar se abrieron paso para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el esfuerzo, con el cuello hinchado por la rabia, sólo consiguieron que la barca se deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la mochedumbre protestaba contra su locura y cayó sobre ellos.
- ¡Dejádme, cobardes! ¡Al que me toque lo mato!-rugió el capitán LLovet.
Pero por primera vez, aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano sobre él, le sujetaron como a un loco, sordos a sus súplicas, indiferentes a sus maldiciones.
La barca, abandonada a todo auxilio, corría a la muerte, dando tumbos sobre las olas. Ya estaba próxima a los peñascos, ya iba a estrellarse entre torbellinos de espuma; y aquel hombre, que tanto había despreciado la vida del semejante y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, se revolvía furioso, sujeto por cien manos, blasfemando porque no le dejaban arriesgar la existencia socorriendo a unos desconocidos; hasta que, agotadas sus fuerzas, acabó llorando como un niño.
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