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El estrés básicamente es un mecanismo de defensa automático del organismo, donde se ponen en marcha todo un conjunto de respuestas fisiológicas, cognitivas y conductuales que aumentan nuestro nivel de activación con la finalidad de afrontar un problema para el que no tenemos suficientes recursos.
Durante miles de años, los seres humanos vivieron en pequeñas bandas de cazadores-recolectores, en un entorno agresivo, peligroso y hostil. Los peligros naturales eran frecuentes, se vivía en absoluta oscuridad por las noches, cada día era una carrera para conseguir los recursos necesarios para subsistir, los ataques de animales salvajes eran habituales, la climatología era adversa y eso sin contar con las enfermedades, heridas, ataques de otros humanos y decenas de factores hostiles más. Tampoco se tenía el conocimiento científico suficiente para saber por qué se producía un temblor de tierra o porque se infectaba una herida. En definitiva, era un entorno absolutamente hostil y sobre todo lleno de incertidumbre.
En esa situación el estrés no era negativo, sino que era imprescindible para sobrevivir. Había que estar alerta continuamente, cualquier error significaba la muerte y el estrés hacía que nuestros ancestros fueran más rápidos, más fuertes y tuvieran más reflejos. Ante una situación de peligro real, el organismo lo reducía todo a una simple respuesta automática: “el mecanismo de lucha o huye”, definido por Walter Cannon en la primera mitad del siglo XX. Para nuestro cerebro no hay más opciones, ante un peligro de muerte: o te enfrentas a él o huyes de él, en cualquier caso, cualquiera de las dos opciones implica un aumento considerable de la actividad física, de nuestro nivel de activación y en definitiva, un aumento del estrés.
Y de repente, hablando en términos históricos, hemos pasado de una incertidumbre total a la seguridad de nuestras sociedades modernas (al menos en algunas partes del mundo, en otras, la verdad es que la seguridad es escasa). También es cierto que sigue siendo peligroso cruzar una calle en hora punta bordeando el tráfico, que puedes ser atracado de madrugada de regreso a casa o te puedes encontrar con un perro furioso cuando corres por el parque. Sigue habiendo peligros, en ese caso el “mecanismo lucha o huye” se activa y sigue siendo práctico. Pero por regla general nos hemos quedado sin “enemigos reales”, sin aquellos que ponen en peligro de forma permanente nuestra integridad física. Pero ante esa falta de estímulo, nuestro cerebro y sus mecanismos de defensa no se resignan, siguen funcionando como en épocas pasadas: “si no tengo enemigos me los invento”.
Lo que ha ocurrido, es que en términos evolutivos y biológicos, nuestro organismo aún no se adaptado totalmente al cambio de la incertidumbre a la seguridad, y ante cualquier tipo de situación que parece que va a sobrepasar nuestras capacidades, por nimia que sea, reaccionamos como si estuvieramos ante un peligro de muerte, activamos de forma inconsciente nuestro mecanismo de “lucha o huye”. En ese momento activamos el mecanismo biológico del
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