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Durante siglos la hacienda fue uno de los pilares fundamentales en los que descansó la estructura social chilena. El orden jerárquico imperante en el campo, con los patrones, mayordomos, inquilinos y peones, reflejó de manera patente el ordenamiento semiestamental que caracterizó a nuestro país durante los siglos XVII, XVIII, XIX e incluso durante parte del siglo XX. De orígenes coloniales, la hacienda alcanzó su máximo esplendor a mediados del siglo XIX, cuando el descubrimiento de oro en California y Australia abrió nuevos mercados a la deprimida agricultura nacional. Asimismo, se introdujo maquinaria en ciertas faenas como la trilla, aunque no se produjo una modernización masiva de la agricultura. Tras la Guerra del Pacífico, la incorporación de la región salitrera a la economía nacional y el rápido crecimiento de los centros urbanos de Valparaíso y Santiago generaron nuevos mercados para la agricultura.
La situación de la agricultura a principios del siglo XX era, desde el punto de vista tecnológico y productivo, bastante dispar como se puede ver en los trabajos de Juvenal Valenzuela. De este modo la hacienda escapó nuevamente del proceso de modernización que vivía el país, quedando como un enclave de la sociedad tradicional que se negó a desaparecer, lo cual desató una fuerte crítica social entre quienes plantearon la necesidad de modernizar el manejo económico de las haciendas y fundamentalmente los sistemas de mano de obra. De todas maneras, hasta la década de 1960 el mundo rural fue no sólo el bastión de los partidos conservadores sino un símbolo del apego de las elites tradicionales al dominio que, por siglos, habían ejercido sobre el país.
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