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Se le atribuye erróneamente a la democracia la capacidad de acabar con el bajo desarrollo, la violencia, la corrupción y la impunidad. Y a la reducción de la pobreza se le considera como una medida que vuelve innecesaria la disminución de la desigualdad. Es necesario cuestionar estos supuestos a la luz de un diagnóstico de la democracia mexicana que ponga en la mesa dos conceptos centrales: gobernabilidad y rendición de cuentas.
La democracia, estrictamente, no es más que un tipo de sistema político en el que los partidos políticos pierden elecciones. En este sentido, la democracia mexicana no nos ha defraudado. Las elecciones presidenciales desde el año 2000 han sido competidas y competitivas. Ningún agente ha sido capaz de determinar los resultados del proceso electoral ex ante y ha habido certidumbre ex post, dado que quienes han ganado las elecciones han detentado el cargo. De igual forma, ha sido un proceso que se refuerza a sí mismo, pues los perdedores no han intentado remover a los ganadores mediante mecanismos no institucionales y han vuelto a participar en la contienda electoral.
Contrario a lo que se piensa comúnmente, las acciones de Andrés Manuel López Obrador son un ejemplo de lo anterior. Como candidato a la presidencia ejerció su derecho de hacer una petición de un nuevo conteo de la votación, ante dos procesos electorales que habían presentado algunas irregularidades. Lo importante de estas situaciones es que López Obrador acudió a un mecanismo institucional que funge como defensa de la democracia en el país: los juicios de inconformidad por los resultados ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Más relevante aún es que habiendo agotado estos recursos en 2006, y a pesar de haberse declarado «presidente legítimo», López Obrador nunca intentó derrocar al sistema en el que había sido vencido, sino que decidió participar como candidato de nuevo en 2012, y todo parece apuntar que lo hará una vez más en 2018. Esto nos habla de la estabilidad de la democracia, pues sus participantes prefieren perder que tratar de imponer un sistema distinto por la fuerza.
Por otra parte, gracias a la alta proporción de la población de quien depende la victoria del gobernante en una democracia, este último se ve obligado a proporcionar más o mejores bienes públicos ‒seguridad, educación pública, servicios de salud, etcétera‒ que los mandatarios elegidos por grupos reducidos. Es por esto que existe el consenso respecto a que este tipo de régimen político tiene la característica de disminuir la capacidad del líder de usar los recursos públicos en su beneficio. Por ello, la esperanza de mayor prosperidad y justicia mencionadas antes están justificadas. Sin embargo, sería erróneo creer que la rendición de cuentas vertical ‒el voto‒ es capaz de evitar por sí misma que quienes detentan el poder puedan esconder sus acciones de quienes los eligen, incluyendo la colusión con el narcotráfico y la corrupción.
Es la falta de instituciones de rendición de cuentas horizontal lo que no ha permitido que los ciudadanos observen de manera clara el comportamiento de sus mandatarios y no puedan, por consiguiente, usar el voto de forma efectiva para incentivar las buenas prácticas. Por rendición de cuentas horizontal se entiende instituciones democráticas capaces de detectar, transparentar e incluso sancionar los comportamientos ilícitos de las autoridades. Si este tipo de actores está ausente en el gobierno, los intereses del electorado difícilmente serán una prioridad para sus dirigentes, ya que existe una asimetría de información entre gobernantes y gobernados que impide que los segundos puedan observar con claridad las gestiones de los primeros. Sin la posibilidad de emitir un juicio informado, el voto de castigo no puede ser un mecanismo eficaz para desalentar el abuso de poder. En consecuencia, el poder de la democracia para generar bienestar se ve disminuido.