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Desde que los españoles recibieron como regalo las primeras mujeres indígenas, solicitaron al mercedario fray Bartolomé de Olmedo y al clérigo Juan Díaz que las bautizaran. Algo similar hicieron después de establecer el pacto con los tlaxcaltecas con las mujeres que les dieron. Era menos pecado para ellos copular con una cristiana que con una pagana. Desde su infancia, el cristianismo había modelado sus valores y sus creencias, sus prácticas y sus temores. Todos ellos habían sido bautizados y varios debieron recibir el sacramento de la confirmación de manos de un obispo. Todos creían en la presencia real de Cristo en la eucaristía y se reunían alrededor del altar para celebrar la misa los domingos, incluso mientras andaban en campaña. El hecho de que Cortés trajera entre sus hombres a dos clérigos, era muestra de lo importante que era la religión para estos hombres.
Al estar expuestos continuamente a los peligros del viaje y a la muerte, estos guerreros valerosos y arrojados temblaban ante la posibilidad de morir sin confesarse y sin recibir el sacramento de la extremaunción e irse al infierno, un espacio de fuego donde serían torturados por toda la eternidad por horribles demonios. Frente a las adversidades y el incierto futuro, estos hombres que estaba dispuestos a matar y a morir en las batallas y a lograr fama, gloria y fortuna con sus hazañas, estaban convencidos de que tenían la protección de la Virgen María y de los santos. Uno de ellos, Santiago, era especialmente venerado por los castellanos pues durante los siglos de lucha que habían tenido contra los musulmanes, este santo apóstol había tomado el carácter de un guerrero celestial quien, cabalgando sobre su caballo, acompañaba a los ejércitos cristianos matando moros. Según algunos, el mismo Santiago se había aparecido en la batalla de Centla para ayudar a los españoles contra los indios.
El culto a la Virgen María, las oraciones dirigidas a ella, el rezo del Rosario y la veneración a los santuarios marianos constituía una de las principales características de la religiosidad de los invasores españoles. Varios de ellos habían nacido en Extremadura, donde el centro religioso más importante era el santuario de Guadalupe, centro administrado por frailes jerónimos. De dicha imagen milagrosa se esperaba protección y muchos de ellos debieron hacer promesas de limosnas (mandas) al santuario si salían bien librados de los peligros que les acechaban. La presencia de esa madre protectora debió ser fundamental para el inconsciente de esos hombres que transitaban entre la brutalidad del guerrero y la credulidad infantil.
Como la mayor parte de los creyentes católicos, la religión de estos individuos estaba marcada por la magia. Varios de ellos traían en sus cabalgadura pequeñas imágenes de la Virgen y portaban entre sus pertenecías reliquias y estampas de santos que les servían como amuletos protectores. Otros cargaban con bulas de Cruzada que los librarían de pasar miles de años en el purgatorio y se confesaban y santiguaban antes de entrar en la batalla como un gesto que les ayudaría a librarse de la muerte o les daría el paso automático al cielo en la otra vida. La mayoría pensaba que la ambición y la soberbia eran pecados de los que se podían librar con la absolución recibida en la confesión y con encargar unas misas por su alma en sus testamentos. Para ellos era injustificado que algunos frailes, como fray Bartolomé de las Casas, negaran la absolución en el momento de la muerte a aquellos que no liberaran a sus indios encomendados. Como muchos católicos de su época, los españoles estaban convencidos que la religión era un asunto de rituales y no de moral.