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ODA A AFRODITA
¡Tú
que te sientas en trono resplandeciente,
inmortal Afrodita!
¡Hija de Zeus, sabia en las artes de amor, te suplico,
augusta diosa, no consientas que, en el dolor,
perezca mi alma!
Desciende a mis plegarias, como viniste otra vez,
dejando el palacio paterno, en tu carro de áureos atalajes.
Tus lindos gorriones te bajaron desde el cielo,
a través de los aires agitados por el precipitado batir de sus alas.
Una vez junto a mí, ¡oh diosa!, sonrientes tus labios inmortales,
preguntaste por qué te llamaba, qué pena tenía,
qué nuevo deseo agitaba mi pecho,
y a quién pretendía sujetar con los lazos de mi amor.
Safo, me dijiste, ¿quién se atreve a injuriarte?
Si te rehuye, pronto te ha de buscar;
si rehúsa tus obsequios, pronto te los ofrecerá él mismo.
Si ahora no te ama, te amará hasta cuando no lo desees.
¡Ven a mí ahora también, líbrame de mis crueles tormentos!
¡Cumple los deseos de mi corazón, no me rehúses tu
ayuda todopoderosa!
Lamento:
Dulce madre mía, no puedo trabajar,
el huso se me cae de entre los dedos
Afrodita ha llenado mi corazón
de amor a un bello adolescente
y yo sucumbo a ese amor.
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ODA A LA AMADA
Igual
parece a los eternos Dioses
quien
logra verse frente a ti sentada.
¡Feliz si goza tu palabra suave,
suave tu risa!
A mí en el pecho el corazón se oprime
sólo en mirarte; ni la voz acierta
de mi garganta a prorrumpir, y rota
calla la lengua.
Fuego sutil dentro de mi cuerpo todo
presto discurre; los inciertos ojos
vagan sin rumbo; los oídos hacen
ronco zumbido.
Cúbrome toda de sudor helado;
pálida quedo cual marchita yerba;
y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte,
muerta parezco.