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Lo primero que debo decir es que el coronavirus que ocasionó la pandemia de la COVID-19 no es un ser vivo, sino un compuesto bioquímico; por lo tanto, es una expresión básica de la naturaleza. Ahora, ese compuesto, que quizá ha estado desde hace millones de años en la naturaleza, ha sido trasladado hacia la vida de las grandes ciudades por los mismos medios utilizados por la globalización, como el transporte aéreo; podríamos decir también que por nuestros hábitos de consumo y por nuestra depredación del medio ambiente. Todo esto ha traído consecuencias globales tales como romper los sueños de muchos jóvenes, poner entre paréntesis nuestras formas habituales de encuentro, quebrar proyectos personales, sociales, políticos y económicos, entre otras. En ese escenario, es lógico pensar que para muchas personas se haya perdido el sentido de sus vidas. Y no me cabe duda de que después de más de cien días de cuarentena, han ido encontrando nuevos sentidos, no solo para soportar sino también para replantear sus propias vidas. La pandemia, por sí misma, no trae un nuevo sentido; son las personas quienes deben hallarlo para no dejarse aplastar por esta situación. De lo contrario, solo les quedará amargura, ansiedad, tristeza y depresión. Viktor Frankl, reconocido filósofo y psiquiatra que padeció la prisión en los campos de concentración nazis, se percató de que justo este vacío existencial que ahora vivimos nos permite, nos obliga, a formularnos nuevos sentidos para enfrentar esta nueva situación.