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El Muro de Berlín fue mucho más que una frontera geográfica. A uno y otro lado se consolidaron dos modos de entender la política, la cultura, las ideologías, la humanidad misma. El 9 de noviembre de 1989, cuando se derrumbó de forma pacífica, el este europeo tuvo que reinventarse, y occidente descubrió que no todo era un gulag al otro lado del Telón de Acero. Las ruinas del muro forman hoy una cicatriz que tiene algo de símbolo: es la herida que han dejado en la historia los principales totalitarismos del siglo XX.
La guerra fría, a pesar de su amenaza, tenía una nítida sencillez. Bipolaridad entre Washington y Moscú, Tercer Mundo debatiéndose por un difícil no alineamiento, puesta en marcha de la integración europea, equilibrio del terror en la escalada armamentista y en las alianzas poliédricas; OTAN, SEATO, Pacto de Varsovia, proliferación de organizaciones internacionales bajo el paraguas onusiano, estabilidad y tensión en un escenario de riesgos calculados. Conflictos periféricos como Corea, Cuba, Vietnam, África Subsahariana y las dialécticas entre dictaduras y revoluciones en la América hispana dibujaban un tinglado no fácil de embridar que el temor al estallido de una III Guerra Mundial siempre lograba desactivar, como se vio en la crisis de los misiles, en Berlín, en Hungría, en Suez o en la Primavera de Praga. La descolonización fue el otro cambio histórico estelar del periodo y el nacimiento de un centenar de estados que transformaron la estructura de los actores, medios y factores del sistema. Oriente Medio y en su centro las guerras arabe-israelíes de 1948, 1956, 1967 y 1973 constituyó el espacio más peligroso, que ha transferido su problemática al periodo posterior a la Guerra Fría.
La coexistencia a partir de los años sesenta dio acartonamiento y resignación a un orden internacional que parecía llamado a perdurar secularmente y que a la vez ofrecía un cierto respiro a unas sociedades occidentales cada vez más desarrolladas, democráticas y pujantes. Es una época que vive asombrosos progresos en todos los campos científicos y tecnológicos, del microcosmos al macrocosmos, como ilustra la carrera espacial, desde el primer satélite ruso en 1957 a la llegada a la Luna de los americanos en 1969, símbolo emblemático de un mundo partido en dos, ante la mirada inquieta de los demás actores que expresaban su deseo de policentrismo.