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La historia de la participación de las mujeres en las Olimpiadas modernas, que en estos días ha llegado a la edición XXX, es testigo de los cambios del último siglo respecto a la presencia de las mujeres en la sociedad. En efecto, el mundo del deporte es una especie de “microcosmos” donde se reflejan desarrollos y problemáticas de la sociedad como un todo; mirando las competencias y las cuestiones que las rodean se puede obtener una radiografía de nuestra sociedad.
En la antigua Grecia el deporte era una actividad generalmente reservada a los varones, aristócratas y físicamente perfectos. En consecuencia, las Olimpiadas, que se celebraron cada cuatro años entre el 776 a.C. y el 393 d.C., consentían la participación únicamente de ciudadanos griegos libres y de sexo masculino. Los atletas llegaban a Olimpia y durante la celebración de los juegos se proclamaba una ekecheiria, o suspensión de todo combate para favorecer la participación. Las mujeres no podían presenciar las competencias, mucho menos participar. Los atletas competían completamente desnudos. Como curiosidad podemos recordar que, después de que una madre logró presenciar la competencia del propio hijo vistiéndose de hombre y haciéndose pasar por entrenador, fue exigido también a los entrenadores asistir a las competencias desnudos[1].
El movimiento olímpico moderno, nacido a fines del siglo XIX, se propuso entre sus ideales el carácter ecuménico del deporte, abierto a todos. No obstante, De Coubertin, el barón francés que fue principal motor del movimiento, se oponía totalmente al agonismo femenino, seguramente por influencia de la sociedad de su tiempo y por una adhesión incondicional al ideal olímpico griego. De Coubertin argumentaba que la diversa fisiología de la mujer respecto al varón y su diverso rol en la sociedad la hacían no idónea para las actividades deportivas[2].